miércoles, 11 de julio de 2012

Yo siempre digo qué plan.


He descubierto de dónde salen todas esas palomillas que revolotean siempre en la entrada de mi habitación.
Había un nido de esos insectos asquerosos dentro de un papel, en el armario donde guardo algunas cosas muy importantes.
Llámalo señal, llámalo casualidad.
Seguirán viniendo y seguirán viviendo ahí, junto a todas esas cosas. Mis cosas. Nuestras cosas. Las cosas.
Hay varias opciones.
Puedo matarlas a todas. Dejar de creer en razones universales, señales divinas. Puedo matarlas y sentirme mal por ello. Puedo dejarlas vivir, hacerlas parte de mí. Compartir mi espacio, este espacio, lo que no significa que pueda comprenderlas. Es muy difícil matar algo que está por todos lados.
Ahora mismo, si tú fueras todas esas palomillas, querría que ocupases este espacio. Lo que deba o no deba hacer da un poco igual. El caso es que no te comprendería, ni querría aunque me sentase tres horas cada tarde a estudiarte. Hay cosas que por alguna razón no necesitan ser explicadas.
Solo es necesario tener un poco de paciencia.
Matar de vez en cuando alguna de esas palomillas.
Y su rastro días enteros en alguna de mis paredes, en el espejo, en el escritorio.

Y se entiende por rastro, también, huellas, recuerdos, estelas, ese polvo asqueroso que se te queda entre los dedos si se te ocurre tirar con la mano sus cadáveres a la papelera.

Yo digo qué plan. Digo qué plan a las palomillas de mi habitación. Digo qué plan a la gata que no para de molestarme mientras estudio. Digo qué plan siempre.
¿Qué plan, palomillas? eso da igual. Ellas van a seguir procreando. Víctimas del instinto. Son insectos.
Lo complicado es preguntarse a una misma, y ahora, qué plan.

Y recordar... que el plan era que no había plan y que ese, al fin y al cabo, era el plan.

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.Tienes el mundo en la palma de la mano y la poesía en los pulmones.