La pastelería de Juliana

Pastelería de JulianaLa pastelería de Juliana, Obra de Ubé

LA PASTELERIA DE JULIANA

Angélica Morales

A Francisco le gustaba pasar por la pastelería de Juliana. Se encendía un cigarrillo y aspiraba el humo con la frente pegada al escaparate. La mujer que despachaba siempre llevaba el pelo recogido en un moño, pero a veces, por el trajín, se le escapaba un rizo rebelde que caía sobre su frente, ondulando un momento antes de pegarse al sudor de su cuello. Juliana sudaba mucho y a Francisco le excitaba ver a la pastelera secarse con la mano la humedad de su pecho. Lo hacía sin disimulo, lanzaba un suspiro pequeño y tiraba la cabeza hacia atrás; después metía la palma en su escote y frotaba sus pechos, primero uno y después otro. Era una acción breve, casi imperceptible para el resto de la clientela pero a él le parecía demasiado perturbadora y hubiera querido provocar un incendio para que Juliana se limpiara el sudor o mejor aún, convertirse por arte de magia en su mano y rozar la delicia de su piel blanca y brillante. Sólo de pensarlo tuvo una erección. Tiró la colilla y caminó hacia la plaza. Aquella mañana hacía calor. Francisco era un hombre solitario, no tenía amigos, en realidad creía que no tenía nada. Dobló la esquina y entró en el bar de siempre. Desde la mesa del fondo, la más oscura, Francisco pidió un vino blanco, cruzó las piernas y sacó un cuaderno de notas del bolsillo de su chaqueta. Tamborileó un instante con sus dedos sobre el papel en blanco y después comenzó la carta:

Queridísima Juliana:

¿Por qué te has ido esta noche sin decirme nada? Al despertarme no te he visto. He bajado al salón pero no estabas. Cuando he regresado a la cama he encontrado tus braguitas, las rojas, esas que tienen encaje a los lados. Me he metido entre las sábanas y me he colocado en tu lado. Todavía estaba caliente y la almohada tenía el hueco de tu cabeza. Me he puesto de espaldas y la he olido. Hueles tan bien Juliana, tu aroma estaba por todas partes. Sin soltar las braguitas he permanecido allí, un buen rato, sin moverme para no borrar las arrugas que había producido tu cuerpo y cerrando los ojos he pensado en ti, en la suavidad de tu piel, en la exuberancia de tus pechos colgando ante mi cara, voluptuosos y duros. He abierto la boca y casi he podido capturarlos en la nada. Las braguitas seguían en mi mano, así que las he acercado a mi nariz y las he apretado fuerte contra mis orificios para tener tu sexo dentro de mí. Y he recordado tus manos en mi pene, nadie me ha masturbado como tú, Juliana, con esa abnegación, olvidándote de ti para dármelo todo. A veces he tenido la sensación de que tus labios querían exprimirme, de que iba a desaparecer por tu garganta y al observarte, te tenía miedo. De cuclillas ante mí, con tu pelo suelto, enredado, tapándote la cara, me parecías un monstruo, alguien que había venido desde el más allá para matarme de una felación. Como aquella vez que insististe en ejercer de cadáver. Me pediste que te maquillara, te tumbaste en la cama, desnuda, con las manos enlazadas en tu vientre, quietecita. Yo te extendí el cabello sobre el edredón, te pinté los ojos de color azul, tu preferido y los labios muy rojos. Encendí un cirio y te velé durante horas. Nunca he comprendido tu obsesión por abandonar el mundo. Pero callaba, callaba y te miraba, rígida, bella. Me levanté y te acaricié los pies; nada, tú no reaccionabas, tan digna, tan estirada. Me dieron ganas de marcharme y dejarte a solas con tu muerte, pero sabía que querías que yo estuviera contigo por eso metí la mano entre tus muslos y sentí tu humedad. Y ya no pude resistirme, subí a la cama y me coloqué encima; cuando te penetré abriste un momento los ojos.

Me acuerdo de eso ahora Juliana, de tu inmovilidad y tus rarezas. Y no es que me importen, al contrario, me conmueven. Creo que yo he nacido para velarte, para mirarte en la lejanía, para comer las migajas que esparces por mi habitación; como estas bragas que quisiera masticar y que ahora llevo bajo mis pantalones. Si, Juliana, me he puesto tus bragas y al caminar siento el encaje en mis caderas y se me meten por los mofletes y me oprimen la polla. Me he detenido en la pastelería para verte como cada día, y ahí estabas tú sonriéndole a los hombres, ignorando que llevo tus bragas, que he dormido en el lado de tu cama, que te estoy escribiendo esta carta. Tal vez no la eche al buzón y te la entregue esta noche, te la daré después de cenar. Nos sentaremos en el sillón y tú la leerás en voz alta. Sí, eso haremos, escucharemos mis palabras de tu boca y después me dormiré. Nunca duermes Juliana, te revuelves entre las sábanas y suspiras. Crees que no me doy cuenta, pero sé que después de hacer el amor desapareces y sólo me queda tu cuerpo, retorcido, inquieto, extraño…

Francisco dobló la hoja y la guardó en el bolsillo, dejó unas monedas en la barra y salió a la calle. Al pasar por la pastelería, Juliana no estaba.

En casa se quitó la chaqueta, sacó la carta y la depositó con cuidado en la caja de zapatos dónde se acumulaba la correspondencia de Juliana. Luego encendió la radio y escuchó las noticias. Esperó pacientemente en la butaca hasta que el cartero llamó a su puerta. Con una sonrisa de satisfacción, Francisco tomó la carta que Margarita, la chica de correos, le tendía. Buscó el remite y halló lo que ya sabía: la carta era de Juliana. El mismo la había enviado. Decía así:

Estimado Francisco:

Hoy me ha llamado Paula para ir al cine, vuelven a poner Ben-Hur y ya sabes lo que me gustan las películas de romanos, con esas túnicas y esos postizos y los ejércitos, Francisco. En las películas de romanos lo que más me gustan son los soldados, con esas corazas tan brillantes y las faldillas de flecos y la cola de caballo roja ondulando cuando se lanzan al ataque. De haber nacido romana hubiera querido ser cristiana, pero cristiana de verdad, de las que rezaban al aire libre, de rodillas, mirando al cielo en busca de alguna señal. Y habría sido feliz si el ejército me hubiera capturado y los legionarios me rodearan y después me llevaran al circo y me metieran en unas mazmorras para padecer con los otros condenados. Seguramente algún gladiador me defendería cuando atada a un palo los leones quisieran hacerme picadillo. Parece que te veo, leyendo sentado en tu butaca, riéndote de mis pensamientos. Odio cuando te ríes de mí, Francisco. Hace meses que noto que ya no me miras como antes. Estás dejando de entenderme y no te lo reprocho, Creo que tú nunca has entendido nada, eres demasiado egoísta. Te encierras en tu mundo y no me dejas entrar. Y mira que yo hago todo lo que me pides. Paula me dice que eres raro, pero yo me encojo de hombros y le respondo que los hombres en general son raros. Ya me he acostumbrado y te echo de menos cuando te comportas con normalidad y me tomas sin mediar palabra. Subes mi falda y metes la cabeza entre mis piernas, te quedas largo rato mirando y me pregunto qué estará pasando por tu cabeza. Yo me dejo hacer como siempre e imagino que eres un general romano que de pronto ha visto la luz en mi pubis y rezo en silencio contigo para que te venga el conocimiento y dejes de parecer un fantasma. Sí, un fantasma, Francisco. Apareciste en mi vida de puntillas, sin hacer ruido y por las noches te transformas en otro y sientes placer con mi dolor y enciendes velas en la habitación que tiran un humo que me dejan la boca seca y me envuelves con la ropa de tu madre que me viene grande y que apesta a nicho y me atas las manos y me amordazas para que no te diga nada. Nunca has querido escucharme, hablas tú, pero hablas en un idioma extranjero y yo no logro comprenderte. Sin embargo ese sufrimiento me estremece, siento calor y sudo, sudo al sentirme sola, sudo al verte con tu media sonrisa, sudo cuando me abofeteas y después me escupes, con rabia. Y te imagino como a Judas y mis pechos se endurecen y mi coño se empapa y dejo de moverme y aguanto la respiración porque quiero morirme. Paula piensa que estamos locos, yo le digo que sí, que estoy loca por ti. Mañana me pondré el corsé negro que me regalaste y el liguero y aquel tanga tan pequeño que me deja libre los glúteos. Tú estarás fuera, pegado al escaparate como siempre, entonces me quitaré el vestido, me subiré al mostrador y gatearé entre las tartas, entre los pasteles y me untaré el corsé de nata y te miraré através del cristal y me quedaré quieta para que tú te muevas conmigo.

Paula acaba de llegar, te manda recuerdos. La semana que viene va a abrir una pescadería, en la calle Tenerías, la que está al lado de tu casa. Ha prometido enseñarme a limpiar el lenguado, dice que lo de estirar las tripas es un arte y que una se acalora con tanta refrigeración y tanto olor a muerte. La muerte de los peces huele a sal. Como las sábanas de tu cama.

Siempre tuya

Juliana.

Apagó la radio y fumó mientras miraba por la ventana a la gente pasar. Cualquiera de ellos podría ser un familiar o un antiguo compañero de escuela, o un hermano mayor que pasea a su hijo con la bicicleta que él le habría regalado en Navidades. Se fijó en una anciana que caminaba despacio apoyada en su bastón y la saludó. Esa tendría que ser la abuela de Juliana, la del pueblo, aquella que se casó con un tratante belga. Por eso Juliana tiene la tez tan pálida, pensó, porque en Bélgica el sol se esconde entre nubes grises. La quiso más por ser belga, si hubiera sido de Cáceres no la querría tanto, sólo un poco. En Bélgica se debe querer más porque sus calles son como un corredor hacia las tinieblas. Francisco aplastó el pitillo en un cenicero, bajó las persianas y se sumió en la oscuridad. Tendido en la cama volvió a soñar a Juliana.

Se despertó al día siguiente. El lado de Juliana estaba revuelto. Olió su almohada, después rodó hasta el suelo; miró las bragas rojas que todavía llevaba puestas, metió la mano y tanteó su pene; entonces comenzó a tocarse con la imagen de Juliana vestida con una túnica blanca. Le excitó su visión pura y etérea y se sintió pecador, el mayor pecador del mundo y quiso que Juliana con su hábito y sus pies descalzos lo redimiera. Y en su delirio se arrodilló y lloró; lloró buscando mediante la masturbación a la mujer que adoraba las películas de romanos y con el sufrimiento de Juliana logró el placer y las braguitas rojas se empaparon de semen. Se limpió con las sábanas y buscó el rostro de la pastelera entre sus pliegues, como si pensara encontrar a la Verónica.

Dos horas más tarde, Francisco salía a la calle. Caminó despacio, con pasos cortos y seguros, pisando firme en el piso.

Había cola en la pastelería. Una señora salió con una bandeja y miró un momento a Francisco que permanecía inmóvil con la frente pegada al escaparate. Esa mañana no fue al bar de costumbre, permaneció allí contemplando los dulces, buscando una señal, igual que Juliana buscaba las suyas mirando al firmamento. Un hombre alto con gabardina y sombrero llegó a la pastelería. Juliana le sonrió. Tiró la cabeza hacia atrás y secó la humedad de sus pechos, primero uno, después el otro.

Pasó el tiempo, tanto que a Francisco se le olvidó su existencia. Juliana cerró la persiana de la pastelería, tomó el brazo del hombre y se dejó besar en la boca, esa boca que tanto temía Francisco, esa boca que le parecía un abismo. El hombre la estrechó entre sus brazos y Juliana gimió.

Se apartó del escaparate y encendió un cigarrillo.

Aquella noche no pudo dormir.

Transcurrió una semana antes de que Francisco se decidiera a abandonar su casa.

En la mesa del fondo, la más oscura, pidió un vino blanco, cruzó las piernas y sacó un cuaderno de notas del bolsillo de su chaqueta. Tamborileó un instante sobre el papel en blanco y escribió:

Queridísima Paula:

¿Por qué te has ido sin decirme nada? Al despertarme no te he visto. He bajado al salón pero no estabas. Cuando he regresado a la cama he encontrado tus braguitas…

Al finalizar, dobló la carta y la guardó en su chaqueta. Dejó unas monedas en la barra y salió a la calle.

Al pasar junto a la pastelería de Juliana, no la vio. En su lugar, una mujer morena de pelo corto y pechos pequeños despachaba a la clientela. La desconocida no sudaba, ni echaba la cabeza hacia atrás ni sonreía a los hombres.

Encendió un pitillo y empezó a andar, le temblaban las piernas. Junto a su casa habían abierto una pescadería. Se detuvo un instante, pegó la frente al cristal y observó a Paula.

Siempre llevaba el pelo recogido en un moño, pero a veces, por el trajín, se le escapaba un rizo rebelde que ondulaba un instante sobre su frente antes de pegarse al sudor de su cuello.

Francisco tuvo una erección.

Autor: angelicamorales

Escritora, actriz, artista polivalente...

3 opiniones en “La pastelería de Juliana”

  1. Queridísima Angélica:

    Su relato me ha llegado a lo más profundo. Lo único, deje el tabaco, que algún que otro día le hará mal. Me gusta el estilo como usa la descripción en todo y para todo. y… ¡Vivan los sueños profundos!

    Siempre suya,
    Paula Ferrer

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