HOMILÍA 25 ANIVERSARIO ORDENACION EPISCOPAL

Queridos Sr. Arzobispo Metropolitano de Valencia, y Sr. Obispo de Lérida, hermanos en el episcopado y buenos amigos,

Queridos hermanos sacerdotes condiscípulos desde la infancia y compañeros de Ordenación sacerdotal,

Queridos hermanos presbíteros, ilustrísimos y directos colaboradores en el gobierno pastoral de la Archidiócesis de Mérida-Badajoz,

Queridos hermanos, cuñados, sobrinos y demás amigos, reunidos en esta gozosa celebración conmemorativa:

1.- No cabe duda de que éste es un día de fiesta, no solo para mí, sino para todos los que nos hemos reunido para celebrar el 25 aniversario de mi Ordenación episcopal.

Pero, al mismo tiempo, es un día de reflexión y de oración. Dios, que dirige todos nuestros pasos y rige los destinos de nuestra existencia. Él, en su infinita sabiduría y bondad ha de ocupar el centro de nuestra atención personal y comunitaria. La razón es muy sencilla: todo acontecimiento que señala una etapa significativa de la vida de una persona o de una institución, convoca a loa revisión y a la acción de gracias.

En unos casos, la gratitud se debe al gozo de haber superado un mal o una circunstancia adversa. En otros, el agradecimiento nace espontáneo al ver cumplido positivamente un período de tiempo muy señalado en el curso de la propia vida, bien sea por la bondad de lo vivido, o por las positivas consecuencias que ha supuesto para el desarrollo personal.

En lo que hoy celebramos, la gratitud que me gustaría compartir con vosotros, obedece, en primer lugar, al don de la vida, prolongada providencialmente hasta el día de hoy, después de un serio percance hace ya 23 años. Vivir es condición imprescindible para gozar los bienes que Dios nos regala en la creación y los que nos concede para que avancemos en el peregrinaje hacia la patria definitiva. En el curso de esta andadura podemos llevar a cabo el plan de Dios sobre cada uno asumiéndolo como la propia vocación.
También por el morir hay que dar gracias a Dios porque en ello nos muestra su último gesto providente por el que nos llama junto a sí para compartir su felicidad eterna. Pero éste no es el caso en este día, al menos de momento.

2.- Mi acción de gracias al celebrar mi 25 aniversario como Obispo tiene unas motivaciones muy destacadas.

En primer lugar, haber podido desarrollar la identidad cristiana
mediante el don y el ministerio del sacerdocio.

La Ordenación sacerdotal da lugar a una profunda transformación del cristiano porque supone un paso esencial desde el sacerdocio común al sacerdocio ministerial. Aunque algunas corrientes muy preocupadas por el cambio de enfoque teológico y por la renovación de las expresiones clásicas desechen la expresión que aduzco ahora, podemos decir, con toda propiedad, que, por el Sacramento del Orden, pasamos de ser simplemente imagen de Jesucristo Sumo y eterno Sacerdote, a ser “alter Christus”. Así le gusta recordárnoslo al Papa Benedicto XVI, nada sospechoso en el quehacer teológico y en las correspondiente manifestaciones.

La Ordenación sacerdotal nos capacita y nos convoca para ser instrumento consciente y libre en la actualización permanente del Misterio de la Redención en cada Eucaristía. Por eso, este Sacrificio y Sacramento constituye el centro por excelencia de la vida y del ministerio sacerdotal.

La Ordenación sacerdotal nos ha constituido en especiales constructores de la Iglesia por el ministerio litúrgico de la palabra, por la administración de los Sacramentos, por el fomento dela unidad en la Comunión eclesial, y por la potenciación y cultivo del encuentro de los fieles con el Señor, fuente y cumbre de la vida cristiana.

A la luz de esta rapidísima enumeración, bien podemos recordar que el paso verdaderamente notorio es el que nos lleva de la seglaridad cristiana al Sacerdocio ministerial. El episcopado, en relación al Orden de Presbíteros no supone más que una diferencia de grado que lleva consigo la plenitud del Sacerdocio y la jurisdicción pastoral en la Iglesia cuyo cuidado se le encomienda.

3.- La acción de gracias al conmemorar mi Ordenación episcopal brota de la conciencia de haber sido enriquecido sobremanera por el Espíritu Santo al constituirme Pastor de una Iglesia Particular, con la vocación de vivir la solicitud por todas las Iglesias, y con el deber y la capacidad de contribuir a la unidad mediante el cultivo de la Comunión eclesial.

La comunión eclesial no es ajena a la fraternidad entre los cristianos, sino han de ir inseparablemente unidas. Todos somos hijos de un mismo Padre Dios; y, por tanto, hermanos entre sí, sobre todo desde el Bautismo. El Obispo, junto con los presbíteros, que son sus más necesarios e inmediatos colaboradores, ha de ser el padre de todos los fieles cristianos integrados en su Diócesis, y el promotor de la fraternidad que nace del amor de Dios proyectado en las relaciones personales.
Este don de la paternidad pastoral compromete al Obispo en la urgente misión de procurar la evangelización en sus diferentes dimensiones. Tarea nada fácil, y que nos incumbe simultánea y coordinadamente a los Obispos y a los Presbíteros. De ahí la necesidad de que constantemente oremos unos por otros con verdadero espíritu de corresponsabilidad.

4.- Hoy, junto a tantos dones que se unen ahora en el recuerdo, tengo muy presente otro inmenso regalo de Dios que ha ido unido, a lo largo de los años, a los que directamente se relacionan con el ejercicio presbiteral y del ministerio episcopal. Me refiero a los compañeros y amigos sacerdotes y obispos. Por ello, ante vosotros y con vosotros, quiero hacer mención y convertir en motivo de gratitud lo mucho que habéis supuesto para mí, ya desde el Seminario y a lo largo de estos cuarenta y seis años de sacerdocio, los condiscípulos, así como los Obispos y los Presbíteros con los que he podido compartir amistad y trabajo. Sabemos por la fe y por la experiencia que nadie podemos cumplir con nuestra misión en solitario; y que la mejor ayuda es la que el Señor nos depara por encima de nuestras elecciones personales. Nosotros no elegimos a los condiscípulos, a los compañeros, o a los amigos presbíteros u Obispos. Habéis sido, todos sin excepción, un regalo de Dios. Por tanto yo los incluyo en mi acción de gracias y os invito a que así lo hagáis también vosotros, aprovechando esta reunión que vosotros mismos habéis preparado con acierto y entrañable generosidad.

5.- En esta acción de gracias, y siguiendo el estilo de nuestras celebraciones anuales, quiero manifestar mi gratitud al Señor, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, por mi familia y por vuestras familias; las que tuvimos y las que tenemos. Los familiares son un signo elocuente del amor y de la providencia que Dios vuelca sobre cada uno de nosotros.

6.- Al dar gracias a Dios, estamos elevando un cántico a su Gloria, porque él es el autor de todos los dones con que hemos sido enriquecidos. A cantar la gloria de Dios nos invita la fiesta que hoy celebramos; día de los primeros mártires que cantaron al Mesías uniéndose a su muerte inocente y gratuita.

Unidos en el espíritu de la liturgia que hoy celebramos, hacemos nuestra la oración inicial de la Misa, pidiendo al Señor que así como los Santos Inocentes proclamaron la gloria de Dios con su muerte, así también nosotros cantemos la gloria del Señor en el ejercicio del ministerio que a cada uno corresponde por vocación divina.
Sabemos que, como dice el Salmo interleccional, “Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte...nos habrían arrollado las aguas” (Sal. 123). Llevados de esta fe y de esta experiencia, cantemos al Señor, también con las palabras del Salmo, diciendo: Nuestro auxilio es el Nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra” (ibd.). Y con este convencimiento, marchemos todos dispuestos a seguir el camino que el Señor nos ha señalado.


QUE ASÍ SEA

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