HOMILÍA EN LA SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO

Domingo, 29 de junio de 2008
Santa Iglesia Catedral de Badajoz

1. Saludo
Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares,

2.- Cada vez se habla más entre nosotros de la necesidad del compromiso cristiano y apostólico de los miembros de la Iglesia. Esto es lo mismo que manifestar la importancia del deber apostólico y de la urgencia del apostolado al que todos estamos llamados y básicamente capacitados por el Bautismo.

El apostolado de los cristianos hoy, en un mundo especialmente hostil, plural e incluso de algún modo susceptible ante la religión, se hace necesario en la misma medida en que resulta difícil.
Para sentirse llamado al apostolado y decidido a superar sus dificultades no basta con percibir el enfriamiento y el deterioro de la fe cristiana en algunos ambientes. No basta con observar que baja el nivel de influencia de la Iglesia en relación con otras fidelidades religiosas, o en comparación con la prestancia que pudo tener la misma Iglesia en nuestra sociedad, si miramos otros tiempos.

3.- El apostolado, que requiere el cultivo personal para que nuestra vida sea coherente con la fe que profesamos, y que ha de contar con la conciencia de que estamos llamados al apostolado activo, solo será posibles si llegamos a descubrir que el ejercicio del apostolado es imprescindible para alcanzar nuestra propia santificación. Y este descubrimiento se alcanza cuando entendemos la fuerza y la vigencia universal del mandato de Cristo “id y haced discípulos de todos los pueblos” (Mt. 28, 19). Mandato que va unido a la comprometedora llamada del Señor cuando nos dice: “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48).

Ser perfectos como nuestro Padre celestial, supone agotar en dicho programa todas nuestras posibilidades, empeñando en ello la firme decisión de permanecer fieles al Señor venciendo, día a día con su gracia, nuestras debilidades y torpezas. Y la fidelidad al Señor implica muy claramente el cumplimiento de nuestra misión apostólica, bien manifiesta en las ya referidas palabras de Cristo: “id y haced discípulos de todos los pueblos...” (Mt. 28, 19).

La revisión de nuestra fidelidad al Señor pasa, pues, por la revisión de nuestro compromiso apostólico. Compromiso que debe ser permanente, y ha de estar orientado según el estilo de vida y según las circunstancias en las que el Señor ha querido que vivamos cada uno. Podríamos decir que la vocación al apostolado es inseparable de la vocación a la forma concreta en que cada uno debe orientar su existencia. No son iguales las dedicaciones apostólicas de un sacerdote, de un religioso, de un seglar, de un padre de familia, de un político, de un intelectual, etc. aunque haya entre ellos determinados aspectos coincidentes.

La inseparable relación que existe en un cristiano entre el ejercicio del apostolado y la propia santificación se convierte en lógica exigencia para que ejerzamos el apostolado sin interrupción. El apostolado no es ocupación de los tiempos libres. O somos apóstoles o no avanzamos en el camino de nuestra plenitud o, lo que es lo mismo, de nuestra perfección o santificación.

Como el apostolado no puede ser auténtico si el testimonio de vida no acompaña a la predicación, a la palabra con que pretendemos dar a conocer a Jesucristo, el apostolado será no solo una exigencia de la fidelidad al Señor, sino un reclamo para vigilar nuestra misma fidelidad. Nuestra fidelidad al Señor se mide, también, por nuestra dedicación apostólica. Más todavía: si en el proyecto de fidelidad al Señor ha de estar necesariamente presente el amor y atención al prójimo, no podremos estar seguros de que andamos por el camino que el Señor nos ha trazado, si no ejercemos el apostolado con los hermanos que lo necesiten; porque el mayor gesto de amor y servicio al prójimo consiste en darle a conocer el rostro de Cristo nuestro salvador y ayudarle a que configure su vida con Cristo y alcance así su propia salvación. Y en ello consiste, precisamente, el apostolado.

4.- Puestos a plantearnos con seriedad nuestro deber apostólico, no podemos olvidar la clarísima lección que nos da el Santo Evangelio al referirnos el diálogo entre Cristo y Pedro. El Evangelista S. Juan nos enseña que el Señor confió a Pedro el ministerio apostólico cuando constató que Pedro le amaba sinceramente. “Pedro, ¿me amas? Apacienta mis corderos” (Jn 21,15-17). Verdad ésta que debemos tener en cuenta y meditarla frecuentemente, porque en ella descubrimos la razón de la real eficacia pastoral o apostólica. Me refiero a la eficacia real que consiste en que Dios actúe a través nuestro. No me refiero a la eficacia aparente o perceptible que puede estar vinculada muchas veces a lo que imaginamos o pretendemos como éxitos personales o exitosos resultados tangibles.

Si no amamos a Dios, como el Apóstol Pedro manifiesta sinceramente a Jesucristo, no pondremos la propia vida al servicio del apostolado. Esta es una de las razones profundas que explican la escasez de vocaciones al apostolado seglar, a la vida consagrada y al sacerdocio. Abunda mucho una actitud acomodaticia por la que se pretende combinar el seguimiento del Señor con la satisfacción de otros intereses y con cierta sintonía con criterios y conductas dominantes y no precisamente evangélicas.

Cuando el apostolado no nace del amor sincero a Dios, sino que pretendemos ejercerlo desde esas posturas acomodaticias, lo que se logra es una simple apariencia de apostolado. Y esta apariencia puede caer, en primer lugar, en la inconsciente pretensión de que las gentes acudan junto a nosotros; y, en segundo lugar, en la predicación de un Evangelio no suficientemente contrastado con la Verdad de Jesucristo que la Iglesia nos transmite con plena fidelidad gracias a la asistencia del Espíritu Santo.

En el primer caso, estaríamos tergiversando la esencia del apostolado, que consiste en hacer discípulos de Jesucristo y no nuestros. Cosa que teóricamente parece clara para todos, pero que, en la práctica queda un tanto confusa. Sobran peligrosos proselitismos en la Iglesia y falta colaboración desinteresada entre todas las formas de vida cristiana y de apostolado, entre la personas e instituciones, y entre grupos y estilos diferentes, para ofrecer el rostro de Cristo a quienes le buscan con sincero corazón. Muchas veces falta que nuestro proceder se abra a la mutua aceptación y a la colaboración para que lleguemos a manifestar la unidad en el amor, que es la nota fundamental de la enseñanza de Cristo y de la esencia de la Iglesia.

En el segundo caso, el peligro estaría en que no aportaríamos al prójimo destinatario de nuestro apostolado la Verdad de Cristo, sino simplemente verdades que no pueden saciar. No olvidemos que hemos sido creados por Dios y para Él, y que nuestro corazón no puede encontrar su satisfacción, su felicidad y su descanso hasta que descanse en Dios.

Frente a todo esto, el mensaje evangélico de hoy nos llama a fundamentar el apostolado en el amor sincero a Dios. Este amor no sólo nos llama a la fidelidad personal, sino, sobre todo, a la identificación progresiva con el Señor, de la que brota, espontánea y debidamente, el testimonio claro y firme de Jesucristo. Unido a él, está el deseo expresado por Juan Bautista, y que debe ser la máxima que rija la vida de todo apóstol: “es necesario que yo mengue y el crezca” (Jn 3, 30).

5.- Por otra parte, el Evangelio de hoy añade algo muy importante e íntimamente conexo con la acción evangelizadora. El amor a Dios, que nos acerca a su intimidad personal, nos ofrece un conocimiento genuino de quién es el Señor; condición ésta, para transmitir con fidelidad su imagen, su rostro, su mensaje. El amor es capaz de conocer a las personas por encima de la inteligencia, porque ve en lo escondido del corazón. Que se lo pregunten, si no, a las madres.

Así nos los muestra el diálogo entre Jesucristo y sus apóstoles, en el que san Pedro toma la iniciativa de la respuesta. Pregunta Jesús: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?” (Mt 16, 13). San Pedro, después de escuchar las respuestas que corren por el ambiente, y que dependen de lo que capta la inteligencia a través de las apariencias y de los comentarios, y sintiéndose llamado a manifestar lo que se deduce del contacto personal y frecuente con el Señor, dice: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16)

Con esta respuesta queda manifiesto que a la realidad profunda de Cristo no se puede llegar si no se une al conocimiento que nos ofrece su palabra, el contacto personal, íntimo y amoroso con el Mesías en el que juega un papel importante y decisivo el corazón. Jesús deja muy claro también, que en este contacto es donde el Señor nos hace el regalo divino que supone descubrir el misterio. Regalo que, en esencia, es la fe. Por la fe, cultivada en la íntima y frecuente relación con Dios, podemos percibir las manifestaciones que sólo el Padre puede ofrecernos. Por eso dice Jesucristo a Pedro ante su confesión mesiánica: “Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo” (Mt 16, 17).

Cuando el cristiano se acerca a Dios con frecuencia, mediante la meditación, la reflexión, la contemplación, la oración y la participación en los sacramentos, entonces se capacita para ser verdadero pastor y auténtico apóstol.

6.- Este principio del conocimiento profundo de Cristo, adquirido en la intimidad con el Señor, y que es la base del auténtico apostolado, queda ratificado por San Pablo en la carta a Timoteo: “El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles” (2Tim 4, 17).

En la fiesta de los Apóstoles Pedro y Pablo, testigos de las esencias del auténtico apostolado, y muestras de que Dios puede sacar verdaderos apóstoles de la debilidad y de la torpeza humanas, pidamos a Dios fe y amor, entrega y rectitud.

Estamos llamados a ser apóstoles en un tiempo difícil. Pero para Dios, que nos ha llamado, nada hay imposible.

A nosotros, confiando plenamente en que hemos sido elegidos por el Señor, nos corresponde asumir decididamente el compromiso apostólico, y decirle a Dios con fe y esperanza: “En tu nombre lanzaré las redes” (Lc 5, 4).

Aprovechemos para este programa de vida, las gracias que el Señor desea concedernos en este Año Santo de San Pablo que, siguiendo la iniciativa del Papa Benedicto XVI, abrimos ayer en nuestra archidiócesis durante la celebración litúrgica del Sacramento del Orden sagrado por el que el Señor nos regaló dos nuevos presbíteros.

Pidamos la protección de la Santísima Virgen María. Ella fue madre y apoyo de los apóstoles de su Hijo en momentos de especial dificultad.

QUE ASÍ SEA

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