jueves, 15 de julio de 2010

ALCALÁ DEL JÚCAR


Recuerdo haber tenido en mis manos en alguna ocasión un grueso volumen, enriquecido con estupendas fotografías en color, en el que, a criterio de su autor, aparecían los pueblos más bonitos de España: unos doscientos pueblos en total. Me sorprendió gratamente ver que una de las mejore fotografías de las que el libro contenía en su interior, había sido elegida para adornar su portada, algo así como si de todos los pueblos que integraban su contenido, fuera ese el caporal, el que pudiera servir como ningún otro para representar las bellezas de todos los demás, aunque aquellos fuesen el resto de los pueblos de España. No he conocido este pueblo hasta fechas recientes, y debo decir que no seré yo el que contradiga al autor del libro referido a la hora de opinar. Reconozco que sólo he visto una pequeña parte de los ocho o de los diez mil pueblos que se reparten entre las diferentes provincias de nuestro país, pero es posible que haya visitado un millar de ellos en distintas regiones, y de todos, te confieso amigo lector, que es éste el que más me ha impresionado, el más completo por cuanto a paisaje, a originalidad, a monumentalidad, a eso, en fin, que sólo la Naturaleza es capaz de conseguir en correcta colaboración con la mano del hombre.
Hablo de Alcalá del Júcar, un pueblo de la provincia de Albacete, recostado a la caída de un enorme peñascal de caliza, que ocupa el centro de un meandro dibujado por el cauce del río Júcar en su camino hacia el Mediterráneo. La profunda garganta de paredes verticales en cuyas márgenes se sostiene el pueblo, tengo la seguridad de que es única, si no en el mundo, si por lo menos de la península Ibérica. Las viviendas se internan dentro de la roca en las paredes de la hoz, y en lo más alto el castillo galano del Marqués de Villena, testigo de su particular historia. Es el paso del agua, quien en su continuo correr desde la tarde de la Creación se ha encargado de abrir las hoces y de cortar a cuchillo aquellos muros naturales a una y a la otra margen del río.

Se llega hasta Alcalá del Júcar por carreteras llanas, abiertas entre los viñedos del campo de la Manchuela. Se puede llegar desde la ciudad de Albacete por las Casas de Juan Núñez, o desde la Nacional III, como yo lo hice, apartándose en Minglanilla y siguiendo carretera adelante por Casas Ibáñez hasta la impresionante hondonada de Alcalá, a la que se desciende por una madeja de curvas que continúan hasta los cauces del río salvando la considerable altura que le separa de los altos, del barrio que llaman Las Eras, porque en tiempos ya idos, cuando el pueblo se desenvolvía por medios agrícolas, allí debieron de estar las eras para la trilla, un quehacer que no todos los que ahora viven allí, dedicados en buena parte a trabajos varios relacionados con el turismo, deben recordar siquiera.
El cerro al que abraza el río convirtiéndolo en una soberbia península de caliza se llama Alcarra, nombre impuesto por los árabes que durante años y siglos anduvieron por allí, y que traído a nuestro idioma quiere decir algo así como “Casa de Dios”, y del que probablemente se derive también el que lleva el pueblo: Al-kala, que a su vez significa “fortaleza”.
En el año 1986, veinte años atrás escasamente, la central holandesa Philips convocó un concurso de alcance universal con el fin de premiar a las ciudades y monumentos mejor iluminados de todo el mundo. Alcalá del júcar participó en dicho reto y obtuvo el tercer premio, superado únicamente por la torre Eiffel de París y por la Gran Mezquita de Estambul, lo que nos da idea de cómo puede ser ante los ojos del espectador cuando cierra la noche. Cuatro años antes, en el verano de 1982, el pueblo ya había sido declarado con el mejor criterio Conjunto Artístico-Histórico; título que avala suficientemente cuanto llevamos dicho, y lo que ha venido a ser durante las dos o tres últimas décadas en que las autoridades y muchos de los vecinos se dieron cuenta de que el futuro del pueblo se encontraba en saber colaborar, inteligentemente, con lo que ya había puesto la Naturaleza y enfocar su porvenir pensando en el turismo. Mas no siempre fue así, tal y como se desprende de lo que en 1850 dejó escrito don Pascual Madoz en su célebre Diccionario Geográfico-Estadístico, y que literalmente fu esto: «Las casas abiertas en su mayor parte en estos (peñascos) son lóbregas, sin desahogo ni ventilación, de donde proviene la fetidez que se nota en el pueblo y su insalubridad, pues son frecuentes las calenturas pútridas e intermitentes; las calles escalonadas, sin permitir un espacio que pueda servir de plaza, son resbaladizas, tortuosas e incómodas.»
Ha pasado un siglo y medio desde aquella visión romántica, pero que se me antoja muy real. El pueblo es hoy completamente distinto. Las casas serán casi todas las mismas, y así que siguen abiertas en el interior de la roca; sólo la fachada y algún espacio muy escaso dedicado a portal salen hasta las estrechas calles de lo que es la cueva, una cueva profunda en la que se van abriendo habitaciones a derecha e izquierda de un largo pasillo corredor; poca ventilación, como es fácil suponer, pero que sus moradores (medio millar escasamente en las tales viviendas) procuran resolver con extractores y con otros modernos medios.
Abajo, al otro lado del río y pegado a su orilla, se encuentran los restaurantes, la magnífica iglesia parroquial de San Andrés, el colegio público, las tiendas de recuerdos, el puente medieval que atraviesa el cauce, y hasta una playita artificial y un embarcadero puesto al servicio de quienes lo deseen usar y prefieran recorrer la mansa curva remando sobre las tranquilas aguas del río, y ver desde allí la otra cara del pueblo, la que cae vertical junto a la orilla, a cuyo murallón natural vienen a parar algunas de las cuevas después de atravesar de parte a parte la colina de roca.

Algunas de las cuevas, de claro origen árabe todas ellas (Masagó, Diablo, Garadén), han sido ampliadas y puestas al servicio de la explosión turística que trajeron los nuevos tiempos, y así nos encontramos con servicio de bar, discoteca, sala de exposiciones, o pequeño museo etnológico en el que se muestran enseres del pasado la mar de curiosos e interesantes.
A la Cueva del Diablo, que es la que pude visitar en las pocas horas que estuve allí, se puede pasar y verlo todo por un precio módico (tres euros por persona con derecho a consumición). Esta es una de las cuevas que atraviesan por una galería la montaña de parte a parte. Es fácil que si te pasas por allí te reciba en persona el mismo Diablo. El diablo de Alcalá del Júcar se llama Juan José Martínez García, personaje encantador que luce unos bigotes tersos, erguidos y descomunales, artífice y señor de todo lo que hay allí; un hombre que igual escribe versos que pica en el interior de la cueva hasta ampliarla y adaptarla a su gusto; un hombre que te abre las puertas del museo y luego se va. El museo contiene infinidad de piezas y de objetos extraños: un toro o un avestruz disecados, una vieja gramola, la pieza molar de un mamut, la cornamenta de un ciervo, la antigua máquina de proyectar películas. El museo ocupa completo el espacio de lo que en tiempos ya lejanos fue el cine local.

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