La piedra alada


José Watanabe. La piedra alada (Peisa, 2005)

Los poemas de La piedra alada se inscriben dentro del sector más apreciado -tanto por la crítica como por los lectores- de la obra de José Watanabe. Son textos que parten de la observación de la naturaleza para obtener imágenes que desencadenan reflexiones sobre temas como el paso del tiempo, la soledad o la muerte. La novedad es que la mitad de estos poemas (que deben tanto a la tradición literaria japonesa como al imaginismo anglosajón), tienen como elemento central rocas y piedras de diversos tipos, desde La piedra del río en que el poeta solía descansar en su niñez hasta fósiles y cotidianas piedras de cocina.

Watanabe había escrito antes otros poemas sobre piedras –como Trocha entre los cañaverales de El huso de la palabra (1989)-, pero esta vez su aproximación es más minuciosa, pues está fundamentada en la evolución de su propia poesía. En sus libros anteriores lo natural ha remitido cada vez más a lo material y orgánico de la vida humana, un proceso que alcanzó su punto más alto en Cosas del cuerpo (1999). La piedra, inorgánica e inmóvil, representa por eso lo opuesto y complementario de lo humano: "La piedra te pide silencio. Hay tanto ruido / de palabras gesticulantes y arrogantes...", dice el poeta, señalando algunos de los valores simbólicos de las piedras.

La oposición entre lo humano y lo pétreo –entre lo vivo y lo muerto, lo efímero y lo permanente- es interpretada de distintos modos en los poemas: con un pesimismo sombrío en el poema La piedra alada, desde una contemplación irónica de En las aguas termales, o con el festivo afán integrador de Las piedras de mi hermano Valentín. Estas diferencias se remarcan en los versos finales de los poemas, las "moralejas" que algunos críticos han señalado como añadidos innecesarios. Sin negar que algunas veces resultan un tanto enfáticos y efectistas, estos versos finales son los que marcan la evolución de las piedras desde lápidas hasta esa última piedra "oronda, soberbia, casi respirando".

La segunda mitad del libro está dividida en las secciones: Tres canciones de amor, Arreglo de cuentas y Epílogos. Se trata de poemas en los que, ya sin la pesada carga de piedras y rocas, el autor regresa libremente a temas y motivos recurrentes en su poesía. Watanabe añade a su bestiario poético (en el que ya figuran desde leones y ballenas hasta ranas y lenguados) textos como El topo y Los gorriones; mientras que el retorno a los paisajes campesinos de su infancia lo lleva a rememorar El vado, El pan ("vivíamos en un pueblo de hambrunas") y El miedo, "el temor de poner el pie / en una huella sin esperanza", la del burro que hacía girar la rueda de un rústico molino".

En estos poemas nos reencontramos con el Watanabe más apreciado por los lectores jóvenes, aquel que con mucha ironía y sentido del humor pasa revista a algunos de nuestros mitos de hoy. El amor, en esas tres canciones, queda reducido a sus componentes más elementales y no es capaz de superar siquiera la fealdad (Fábula) o vejez (Cuestión de fe) de los amantes. Un trabajo poético desmitificador del que no se salvan ni la religiosidad (La plaza, Vivero) ni la propia poesía, abordada en Los gorriones ("balbuceamos, pergueñamos...") y Simeón, el estilita ("La sabiduría / consiste en encontrar el sitio desde el cual hablar").

Hay otra línea, más culturalista y menos autobiográfica, dentro de la poesía de Watanabe, en la que el "yo poético" habla como a través de máscaras. En esa línea se encuentran su versión poética de Antígona (2000), Habitó entre nosotros (2002) y también su próximo poemario, El Minotauro, ya en proceso de corrección. Nosotros preferimos al Watanabe menos libresco pero mejor observador de la naturaleza, el de los libros que van desde El huso de la palabra hasta Cosas del cuerpo. La piedra alada ratifica la calidad de esa poesía, considerada entre las más importantes que se están escribiendo actualmente en el mundo de habla hispana.

Visite mi página dedicada a la obra de José Watanabe

2 comentarios:

Javier Ágreda dijo...

Algunos poemas de La piedra alada

LA PIEDRA DEL RÍO

Donde el río se remansaba para los muchachos
se elevaba una piedra.
No le viste ninguna otra forma:
sólo era piedra grande y anodina.

Cuando salíamos del agua turbia
trepábamos en ella como lagartija. Sucedía entonces
algo extraño:
el barro seco en nuestra piel
acercaba todo nuestro cuerpo al paisaje:
el paisaje era de barro.

En ese momento
la piedra no era impermeable ni dura:
era el lomo de una gran madre
que acechaba camarones en el río. Ay, poeta,
otra vez la tentación
de una inútil metáfora. La piedra
era piedra
y así se bastaba. No era madre. Y sé que ahora
asume su responsabilidad: nos guarda
en su impenetrable intimidad.

Mi madre, en cambio, ha muerto
y está desatendida de nosotros.



LA PIEDRA ALADA

El pelícano herido, se alejó del mar
y vino a morir
sobre esta breve piedra del desierto.
Buscó,
durante algunos días, una dignidad
para su postura final:
acabó como el bello movimiento congelado
de una danza.

Su carne todavía agónica
empezó a ser devorada por prolijas alimañas, y sus huesos
blancos y leves
resbalaron y se dispersaron en la arena.
Extrañamente
en el lomo de la piedra persistió una de sus alas,
sus gelatinosos tendones se secaron
y se adhirieron a la piedra
como si fuera un cuerpo.

Durante varios días
el viento marino
batió inútilmente el ala, batió sin entender
que podemos imaginar un ave, la más bella,
pero no hacerla volar



JARDÍN JAPONÉS

La piedra
entre la blanca arena rastrillada
no fue traída por la violenta naturaleza.
Fue escogida por el espíritu
de un hombre callado
y colocada,
no en el centro del jardín,
sino desplazada hacia el Este
también por su espíritu.

No más alta que tu rodilla,
la piedra te pide silencio. Hay tanto ruido
de palabras gesticulantes y arrogantes
que pugnan por representar
sin majestad
las equivocaciones del mundo.

Tú mira la piedra y aprende: ella,
con humildad y discreción,
en la luz flotante de la tarde,
representa una montaña.



EL TOPO

Estaba ahí,
acorralado en el ruedo de los curiosos. Sus garras
escarbaban inútilmente el cemento de la vereda,
y sangraban. No avanzaba,
sólo esponjaba y contraía su cuerpo
según su miedo. Y con su hocico,
rosado y móvil, husmeaba,
lejos de las oscuras galerías,
el aire soleado de los hombres.

Jamás habíamos visto un topo.
Habían capturado un mito, un animal
de bestiario. Por eso
nuestra mente demoraba, se estremecía
no podía creer
que bajo la realidad estridente del sol
hubiera otro animal
de carne lastimada como la nuestra.



LOS GORRRIONES

El trinar de los gorriones entró por la ventana abierta,
pero yo desperté lleno de brumas: casi hasta el amanecer
busqué palabras sin provecho de belleza.
Los gorriones cantan una cascada
de notas rápidas y precisas.
Ellos ya resolvieron su problema
y cantan por oficio de sus cuerpos,
pero no los veo entre las espesas ramas del ficus.
Quizá ya se fueron,
quizá ya no existen gorriones en el mundo
y ahora el canto que persiste
es el gorrión verdadero, la dulce materia
de los gorriones que se extinguieron.

Y pregunto con solidaridad de insomne: ¿cuántos
buscaron
anoche
con agónico deseo
otras palabras
o un movimiento nuevo del cuerpo en la danza
o una melodía arrancada del inviolable silencio
de las estrellas
o un trazo de pincel
que dibuje el universo entero como quería Utamaro?

Acaso sea muy pronto para lograrlo, acaso,
aún somos muy densos.
Mientras tanto
balbuceamos, pergueñamos,
pero nadie podrá decir que no intentamos
llenar la sima de nuestra angustia.

Algún día, Dios mío, alcanzaremos a decirte
de qué materia estamos hecho.

Beatriz dijo...

"La piedra
entre la blanca arena rastrillada
no fue traída por la violenta naturaleza.
Fue escogida por el espíritu"

precioso poema...