Tuesday, August 01, 2006

Paz Soldan y McOndo (y el Crack)



ya es agosto 2006
en agosto del 96, salio McOndo, el libro y el "famoso" prólogo
podria escribir muchas cosas. No quiero o me interesa poco. Si creo que el mundo es bastante McOndo
para decirlo, de algun modo. En todo caso, mi amigo Paz Soldán escribió esto el sábado pasado. Pronto postearé el puto prólogo.

McONDO Y DESPUES
Edmundo Paz Soldán

Diez años atrás, Alberto Fuguet y Sergio Gómez publicaron la antología McOndo –en la que se encuentra un cuento de quien esto escribe--, y un grupo de escritores mexicanos conocidos como el Crack difundió su manifiesto. Así, irónicamente, estos narradores que se preciaban de ser tan individualistas que no querían representar a sus países y mucho menos a su generación, le dieron su sello más conocido a la generación de escritores latinoamericanos que comenzó a publicar en la década del noventa (entre los que se encuentran nombres de peso como los de Rodrigo Fresán e Ignacio Padilla).
Los críticos atacaron con tanta furia a McOndo y al Crack que parecía que estos escritores habían cometido alguna transgresión de trascendencia. Viscerales, los escritores de McOndo se habían puesto a combatir el estereotipo de América Latina como un continente “realista mágico” –el bucólico espacio rural donde lo exótico es cotidiano— con otro estereotipo –América Latina como un continente urbano, de centros comerciales repletos de jóvenes alienados a la cultura popular norteamericana; por su parte, en un momento de celebración de la mezcla creativa entre la cultura alta y la popular, el Crack proponía una suerte de elitista reestablecimiento de valores, la literatura “seria” como parte fundamental de una cultura alta que no tenía mucho que ver con la cultura popular. No había mucho en común entre McOndo y el Crack, pero con el tiempo estos dos nombres se convirtieron en sinónimos, formas intercambiables para designar a toda una generación de escritores más diversa que las propuestas que encerraban tanto McOndo como el Crack (pertenecen a ella, por ejemplo, Mario Bellatin y Mayra Santos-Febres).
Ahora que el ruido y la furia han cesado, comienzan las evaluaciones. Hace un par de semanas, bajo la dirección del escritor Fernando Iwasaki, un grupo de críticos y escritores se reunió en El Escorial para analizar a la generación de los noventa. Algunos puntos dignos de mención: para el mexicano Christopher Dominguez Michel, la narrativa latinoamericana siempre se caracterizó por tener una conexión muy estrecha entre la literatura y la identidad; esa conexión dejó de ser útil en los noventa, y hoy resulta cada vez más difícil diferenciar entre las literaturas nacionales. El escritor Jorge Volpi, más provocativo y contundente, llegó al extremo de señalar: “La literatura latinoamericana ya no existe, se extinguió poco a poco durante los últimos años del siglo XX y, si las condiciones se mantienen como hasta ahora, no parece existir ninguna posibilidad de que resucite”.
El crítico cubano Ernesto Hernández Bustos coincidió en que uno de los aportes más significativos de la generación de los noventa ha sido la problematización de las literaturas nacionales, aunque matizó que existía un peligro en la forma en que los escritores habían decidido apostar por la geografía en vez de la historia (muchas novelas que transcurren en todas partes, pero que carecen de densidad histórica). Los escritores del Boom se legitimaron gracias a una visión explícita de la historia por encima de la geografía; los escritores de hoy, advirtió Hernández Bustos, “se hunden en un cosmopolitismo meramente cartográfico”. El escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez coincidió con el crítico cubano, y fue algo más preciso: de García Márquez, por ejemplo, sugirió que había que aprender su lúcida visión de la historia y no los fuegos de artificio de su “realismo mágico”.




En los flujos y reflujos que caracterizan a la literatura latinoamericana, la pulsión cosmopolita no es una novedad. El crítico venezolano Gustavo Guerrero recordó que el principio de esta historia puede rastrearse a Darío y los modernistas, nuestros primeros escritores “cosmopolitas y contemporáneos” (las palabras son de Octavio Paz). El francófilo Darío, señaló Guerrero, fue ignorado en Francia; apenas hubo una reseña de sus libros, de Valery Larbaud, en 1907. Darío terminó sintiéndose en París como “un extranjero entre estas gentes”.
Guerrero lee el fracaso de Darío como la escena primitiva de nuestra modernidad literaria. El horizonte de expectativas francés sobre América Latina, que quiere exotismo y no sofisticación, hace que los modernistas fracasen en Francia. Una de las claves de la generación de los noventa es, entonces, la denuncia sistemática de la fuerza coercitiva del horizonte de expectativas. El Boom internacionalizó nuestra literatura, pero, a la vez, sobre todo gracias a García Márquez, ratificó un horizonte de expectativas para América Latina. La generación actual quiere rescatar la internacionalización, y rechazar ese horizonte limitado con el que se recibe a la literatura latinoamericana. Que se siga discutiendo sobre esto a un siglo de Darío y compañía demuestra que la generación de los noventa peca de optimista si cree que va a cambiar pronto ese horizonte de recepción.
Más provocaciones de Volpi: “La literatura latinoamericana siempre fue una construcción imaginaria, de modo que tampoco es necesario lamentarse mucho de su desaparición”. Lo cierto es que es más difícil que desaparezcan las construcciones imaginarias que la reales. Tenemos literatura(s) latinoamericana(s) para rato. Esta generación debe preocuparse más de la escritura que de lo que debería ser o no ser nuestra narrativa. Hasta el momento, tenemos muchos cuentos perfectos, algunas novelas ya clásicas, y una ensayística esmirriada. Por ahora, es poco.