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Vida más allá de la muerte (Los novísimos)





A la salida del Templo, le dijeron a Jesús: “Maestro, ¡mira qué piedras y qué edificios!”. Siempre y en todas partes es habitual el regionalismo, la admiración de las grandes obras del propio pueblo. Explica la Biblia de Navarra que los judíos pensaban que el día del juicio del Señor sería terrible para los impíos, pero glorioso para los hebreos. La majestuosidad del Templo era señal de esa futura gloria. En este caso, el Señor no respondió con la típica afirmación diplomática del estilo: “es de los más bonitos que he visto”. Es más, corrige la interpretación en boga y añade que el Templo sería destruido. No se trataba de ser aguafiestas, sino de anunciar lo que le pasaría a Él mismo y a sus seguidores a lo largo de los siglos: también la predicación del Evangelio será en medio de lucha y contradicciones. En su libro Jesús de Nazaret, el Papa resalta que este discurso se pronuncia en el contexto previo a la Pasión y a la muerte en la Cruz.



El Señor habla de la llegada del Hijo del Hombre al final de los tiempos: en aquellos días, después de aquella tribulación, el sol se oscurecerá y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potestades de los cielos se conmoverán. Entonces verán al Hijo del Hombre que viene sobre las nubes con gran poder y gloria. Y entonces enviará a los ángeles y reunirá a sus elegidos desde los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo.



El año litúrgico suele traer estos textos apocalípticos para cerrar las últimas semanas, como una llamada a estar atentos para la llegada definitiva del Señor, pues nadie sabe de ese día y de esa hora: ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre.



Jesús aprovecha que hay un árbol de higos en las cercanías y predica con una parábola: Aprended de la higuera esta parábola: cuando sus ramas están ya tiernas y brotan las hojas, sabéis que está cerca el verano. Así también vosotros, cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que es inminente, que está a las puertas. En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todo esto se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. A partir del momento en que florece, la higuera tarda un mes en dar fruto. Así la Iglesia vivirá entre Adviento y Pascua. Como nadie conoce el momento preciso, hay que estar en vigilancia constante, en una confiada espera en el Señor (Howard V. y Peabody D.). El fundamento para esa “resistencia paciente” (Harrington D.), para esa constante vigilancia, es la expectación del eschaton, de la llegada de Cristo en su gloria.



Para fortalecer el cariz esperanzador de este pasaje, la liturgia lo relaciona, en la semana XXXIII, con el comienzo del capítulo 12 del libro de Daniel: “En aquel tiempo se levantará Miguel, el gran príncipe que está al frente de los hijos de tu pueblo". El profeta anuncia la salvación del pueblo de Dios por medio de Miguel, arcángel protector. Los inscritos en el libro son los fieles.

Este pasaje es una muestra de la fe en la Resurrección que comenzaba a madurar en el Antiguo Testamento. La Resurrección no será igual para todos: para unos, será de vida eterna; para otros, de eterna ignominia. Se concluye que los últimos tiempos comienzan con la muerte y resurrección de Cristo y la lucha ya no será entre naciones sino entre el maligno y la Iglesia del Resucitado. Lo importante no es la espera del fin del mundo, sino reconocer los signos humildes de la acción de Cristo resucitado (Léonard).



Lucha y contradicciones. Vigilancia y oración. Espera confiada, resistencia paciente. A todo eso nos debe mover el final de un año más. A prepararnos para el momento definitivo, que es cuando nos llegue el día de dar el paso a la vida eterna. Por eso la Iglesia predica sobre los novísimos, las cuatro verdades eternas. Juan Pablo II decía que “la Iglesia tampoco puede omitir, sin grave mutilación de su mensaje esencial, una constante catequesis sobre lo que el lenguaje cristiano tradicional designa como los cuatro novísimos del hombre: muerte, juicio (particular y universal), infierno y gloria. En una cultura, que tiende a encerrar al hombre en su vicisitud terrena más o menos lograda, se pide a los Pastores de la Iglesia una catequesis que abra e ilumine con la certeza de la fe el más allá de la vida presente; más allá de las misteriosas puertas de la muerte se perfila una eternidad de gozo en la comunión con Dios o de pena lejos de Él. Solamente en esta visión escatológica se puede tener la medida exacta del pecado y sentirse impulsados decididamente a la penitencia y a la reconciliación”.



En el libro “Cruzar el umbral de la esperanza” le preguntaban, precisamente: “¿El paraíso, el purgatorio y el infierno todavía "existen"?” Y el Papa polaco recordaba con gratitud la fuerza de la antigua predicación sobre estos temas: “¡Cuántas personas fueron llevadas a la conversión y a la confesión por estas prédicas y reflexiones sobre las cosas últimas! Además, hay que reconocerlo, ese estilo pastoral era profundamente personal: "Acuérdate de que al fin te presentarás ante Dios con toda tu vida, que ante Su tribunal te harás responsable de todos tus actos, que serás juzgado no sólo por tus actos y palabras, sino también por tus pensamientos, incluso los más secretos." Se puede decir que tales prédicas, perfectamente adecuadas al contenido de la Revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento, penetraban profundamente en el mundo íntimo del hombre. Sacudían su conciencia, le hacían caer de rodillas, le llevaban al confesonario, producían en él una profunda acción salvífica".



Hay una vieja leyenda que nos puede ayudar a plantearnos el tema de la muerte. Se llama "El hombre que sabía el día de su muerte": Joven conde Rodolfo. Una fría tarde de octubre de 1321 se internó en el bosque, persiguiendo una presa difícil. Cuando ya empezaba a oscurecer, se encontró unas ruinas de lo que resultó ser una antigua capilla abandonada. A pesar del polvo y el desorden, decidió dormir allí. Entrada la noche, lo despertó un ruido de campanas y se encontró en un funeral. Preguntó por quién se celebraba y le respondieron que un joven caballero que se había perdido en el bosque y que había sido encontrado muerto ese día, 26 de octubre de 1371. El conde Rodolfo se estremeció y decidió acercarse al catafalco y descubrió que el muerto era ¡él mismo!, cincuenta años más viejo. Dio un grito de susto y... se despertó. Se dio cuenta de que el sueño era un aviso: moriría exactamente en 50 años.

Pensándolo bien, tomó una decisión: vivir 25 años de placeres y otros 25 de penitencia. Sintió que había pasado poco tiempo cuando descubrió que ya había pasado la primera mitad del plazo, que había dedicado a diversiones, cacerías, fiestas y también pecados. Tomó entonces una segunda decisión: dedicar los siguientes 15 años al placer y esperar los últimos 10 años para el arrepentimiento. Este período pasó más rápido aún que el primero, por lo que decidió hacer de nuevo una división del tiempo restante y así hasta que le quedaba una semana.

Citó para esos días a todos sus parientes con el fin de despedirse en una fiesta monumental, que duró varios días. Cuando llegó el 25 de octubre, y solo le quedaba una jornada, sintió que necesitaba descansar un poco para poder entonces confesarse, recibir la unción y la comunión y prepararse para la muerte.

Pero cuando ya estaba acostado sintió los dolores y pidió que llamaran al sacerdote. Mientras buscaban al párroco, el Conde Rodolfo comenzó a arrepentirse por haber desperdiciado 50 años mientras observaba lo rápido que bajaba la arena en su reloj de mesa, y se daba cuenta de que si el sacerdote no se daba prisa se quedaría sin la esperada reconciliación con Dios. Cuando escuchó el carruaje que traía al párroco, se dio cuenta de que era demasiado tarde: antes de que él entrara, sonó la campana que anunciaba el nuevo día. Desesperado, el Conde soltó un horrible alarido y... se despertó de verdad.

Con gran alivio, notó que estaba frente al crucifijo enmohecido de la capilla en ruinas, en mitad del bosque, donde había entrado solo unas horas antes para reposar. Pero el joven conde Rodolfo tomó en serio el misericordioso aviso. De ahí en adelante, buscó la santidad en medio de sus ocupaciones, acudió a la Misa y a la oración con frecuencia, tuvo gran devoción a la Santísima Virgen y procuró acercar a Dios a sus amigos. Mediante el examen de conciencia y la confesión frecuente, se mantuvo siempre preparado para el momento más importante de su vida: el día de su encuentro definitivo con Dios. (Inspirado en: Caballeros de la Virgen. Historias para niños... o adultos con fe. Bogotá 2006, p. 66-69)



Juan Pablo II explicaba que hoy día “la escatología es profundamente antropológica, pero a la luz del Nuevo Testamento está sobre todo centrada en Cristo y en el Espíritu Santo, y es también, en un cierto sentido, cósmica”. También afirmaba que “los hombres siguen teniendo esta convicción. Los horrores de nuestro siglo no han podido eliminarla: "Al hombre le es dado morir una sola vez, y luego el juicio" (cfr. Hebreos 9,27). Y que “desde siempre el problema del infierno ha turbado a los grandes pensadores de la Iglesia, desde los comienzos, desde Orígenes, hasta nuestros días, (…) ¿Puede Dios, que ha amado tanto al hombre, permitir que éste Lo rechace hasta el punto de querer ser condenado a perennes tormentos? Y, sin embargo, las palabras de Cristo son unívocas. En Mateo habla claramente de los que irán al suplicio eterno (cfr. 25,46). ¿Quiénes serán éstos? La Iglesia nunca se ha pronunciado al respecto. Es un misterio verdaderamente inescrutable entre la santidad de Dios y la conciencia del hombre”.



Para explicar el purgatorio se inspiraba en “las Obras místicas de san Juan de la Cruz. La "llama de amor viva", de la que él habla, es en primer lugar una llama purificadora. (…) No nos encontramos aquí frente a un simple tribunal. Nos presentamos ante el poder del mismo Amor. Es sobre todo el Amor el que juzga. Dios, que es Amor, juzga mediante el amor. Es el Amor quien exige la purificación, antes de que el hombre madure por esa unión con Dios que es su definitiva vocación y su destino”. Y éste es el Cielo, la comunión con el Hijo del Hombre de que nos habla el Evangelio de Marcos.


Acudimos a Santa María, para que pida por nosotros en los dos momentos más importantes de nuestra vida: “ahora y en la hora de nuestra muerte”. Amén.



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