domingo, marzo 18, 2007

DÉCIMA ENTREGA





4.
        Acabaron en una discoteca del bulevar principal, pues aquellas pastillas rosas les incitaban a seguir bailando y disfrutar de la nocturnidad. La vibración de la música atravesaba sus cuerpos con la onda contagiosa que los movía, y sentían fundirse con el ambiente entre las luces de colores de una penumbra sideral. Así estuvieron hasta que disminuyó el efecto de la droga, para salir flotando en algodones, con una sonrisa placentera, a los destellos de la noche que percibían con un halo difuso. Ya era la hora de regresar al hotel, y así lo hicieron.  
        Nada más entrar en la habitación la ropa cayó al suelo y se amaron impetuosamente, para luego dormirse abrazados bajo las chispas de colores que surgían en algún rincón de sus cerebros. Exex, en sueños, caminaba por la bruma con el movimiento ligero de una brisa que azotaba su túnica blanca. Los espesores violetas de la neblina le infundían cierta inquietud, cuando a su paso se abrían, como laberintos, escaleras y corredores interminables. Buscaba algo sin saber qué era. Emergían puertas a su izquierda y derecha, y se internaba por ellas pero allí sólo había habitaciones siempre vacías. Pasó a otra parte del espacio, dividido por visillos de vaho. Entonces aparecieron hombres morenos y mujeres pelirrojas que hacían el amor esparcidos por un gran salón. Pelirrojas y más pelirrojas. Se sentía confusa y buscaba a Max por todos lados, pero no lo encontraba, sólo veía mujeres pecosas ahí donde mirara. Comenzó a correr por lo ancho del espacio saltando parejas hasta abandonar la región de los tules. Sofocada en su frenética carrera entró en un lugar desconocido, impreciso, una extensión sin materia. Caía por el vacío con la atracción de una leve gravedad, acercándose hacia un punto que tomaba la forma de una copa alargada llena de líquido burbujeante de tonalidad amarilla, una piscina cilíndrica con paredes de cristal. Se estrelló aparatosamente contra el fluido, salpicando a su alrededor. Se ahogaba y se aferró a una burbuja para subir a la superficie. Ya podía respirar; pero ante ella estaban Max y la pelirroja sumidos en caricias, riéndose a carcajadas de ella. No aguantó la traición; tenía un cuchillo en su mano y, sin pensarlo, pegó un salto hacia Max para acuchillarle en medio del pecho. Su sangre lo teñía todo de rojo y la pelirroja se diluía en su color, mezclándose con el líquido burbujeante. Entonces comenzó a ahogarse con este crimen, no podía respirar y se despertó agitada… A su lado, en la cama, ya no estaba Max. Se levantó y fue a mirar al baño, pero estaba vacío. Sus cosas seguían ahí, exceptuando la ropa que usó en la noche. Entre el sueño y la misteriosa desaparición se sentía confusa y enojada. ¿Dónde habría ido?
        Decidió, sin pensarlo dos veces, vestirse y salir en su busca.
        Fue al garaje y el coche tampoco estaba. Optó por coger un taxi en la puerta del hotel…
        Recorría las calles desiertas en busca del bungalow de la fiesta y el sol despuntaba al alba. Tardó veinte minutos en llegar. Afuera ya quedaban pocos coches, apenas unos cuantos desperdigados. Entró por la puerta del jardín y se dirigió hacia la parte trasera. Ya se había acabado el jolgorio, solamente continuaban algunas parejas charlando y algún desquiciado por el alcohol entre monólogos. Dentro de la casa, en un gran salón, encontró un corrillo de gente esnifando cocaína, con el olor de la marihuana de varios canutos que daban vueltas. Todos la miraron al entrar y la invitaron a que se acercara.
        –¿Quieres? –preguntó el que hacía el reparto.
        –Sí –aceptó.
        ¡Ya que más le daba! Le hicieron un sitio y esnifaron por turnos, cediéndole, por supuesto, el primero a la bella y recién llegada bigotuda.
        –¿Oye? –preguntó Exex, dirigiéndose al que le había invitado–. ¿Has visto a una pelirroja con un vestido verde que estaba antes por aquí?
        –¿Por?
        –Es amiga mía –aseguró Exex.
        –Creo que se fue hace un momento. La vino a buscar un tipo.
        –¿Cómo era él? –preguntó algo inquieta.
        –No sé, no me fijo en eso –contestó, tratando de esquivar la pregunta.
        –¿No era uno con tupé y vestido de negro? –insistió Exex.
        –Te he dicho que no lo sé.
        Exex estaba nerviosa y con los efectos de la cocaína aún más, de tal modo que los pelos del bigote le temblaban. Ahora su preocupación era que Max se hubiera ido con la pelirroja, por eso fumó un poco de marihuana para calmarse de un joint que de repente le cayó en las manos.
        No tenía nada más que hacer ahí y se levantó, despidiéndose de aquella gente que seguía esnifando sin parar. Le asaltaban mil imágenes e ideas, todas nefastas y desconfiantes, y decidió regresar al hotel para esperar.
        En el jardín tuvo que soportar que algunos hombres se dirigieran a ella, con intenciones que no deseaba.
        –¿Ya te vas, preciosa?
        –Sí… Lo que venía a buscar ya no está –contestó segura para quitárselos de encima.
        –Y lo que yo buscaba, parece que se quiere ir –murmuró un rubiales de mirada sagaz.
        A Exex, en ese instante, le apareció un súbito deseo de venganza y pensó que aquel joven sería ideal para un desquite en madrugada.
        –Si es así, me quedo –contestó Exex.
        –Vamos –dijo él.
        La tomó de la mano y así entraron en la casa, y por unas anchas escaleras, que ascendían en semicírculo, subieron a la planta superior en busca de una habitación vacía. Por una puerta salió una pareja extasiada, que se cruzó con ellos y les hizo una señal para ocupar el lugar que acababan de dejar. Con el corazón convulso se dejó llevar hasta la habitación, donde había una cama gigante llena de cojines y un televisor encendido con una película pornográfica de una sesión de fornicación múltiple. Se desnudaron y el rubiales se sirvió un par de dosis de cocaína sobre un espejo. Luego, llegó la hora de las caricias y de intentar hacer algo que no se pudo, pues aquel muchacho había esnifado tanto que cualquier intento de lograr una erección efectiva fue imposible, y la cosa se quedó en un poco de sexo oral y unos cuantos besos.


5.
        Al medio día Exex llegó a la habitación del hotel. Max estaba en el baño afeitándose y vestía un kimono negro.
        –¿Dónde has ido? –preguntó tranquilo.
        –A buscarte –respondió.
        –¿Adónde?
        –A la fiesta… no sé, por ahí –contestó, tratando de contener los nervios–. ¿Y tú, dónde fuiste?
        –A hacer una llamada telefónica –respondió sin titubear.
        –¿Y por qué no llamaste desde aquí? –preguntó con desconfianza.
        Max no respondió al instante y se hizo un pesado vacío en la conversación.
        –Desde aquí no pasan llamadas de larga distancia –dijo luego.
        –¿Y tuviste que coger el coche para salir a la calle a telefonear? –insistió con el fin de acorralarlo.
        –Era una llamada importante a mi distribuidor; no podía hacerla desde cualquier lugar.
        –Eres un cretino… Yo hubiera tenido más imaginación –dijo con desprecio.
        –¿No me crees?
        –Eres un cretino, Max –repitió, dándole la espalda.

      La duda es la indecisión, la indecisión la desconfianza, y ésta la prevención. (Saraswati Singh)


6.
        La crisis les llegó pronto, pues Exex no supo adaptarse a las formas libertinas de un saltador de ambientes, y corría el grave riesgo de actuar con Max como James lo había hecho con ella. Parece que al final todas las personas, por pertenecer a una misma especie, son similares en la resolución de ciertas actitudes posesivas que se manifiestan, de un modo u otro, con la naturalidad establecida a partir de unos usos y costumbres aceptados por la mayoría. Y la manera de pensar de Max era otra muy distinta, cuando sus relaciones con las mujeres no se basaban en la fidelidad (condición que por otro lado no reclamaba para sí), sino en una libertad de actos que no requerían justificación. Pero él cometió el error de no explicarle a Exex el ideario de su filosofía personal, cuando le llegó a prometer, incluso, esa lealtad que luego se veía incapaz de cumplir. Ahora las mentiras se encadenaban una tras otra para obtener, a costa de la incertidumbre, la emoción de sortear esas dificultades en lo que suponía toda una trama psicológica tan adictiva como la de un cleptómano o un ludópata. Y dentro de esta correspondencia, viciada desde su origen, ella se había enamorado sin remedio dejándose llevar por el frenesí, cuando lo más difícil era precisamente lo que más anhelaba, lo que se iba conformando poco a poco en una verdadera obsesión.
        Ahora no perdía de vista a Max ni un solo instante, y analizaba sus comportamientos y cada palabra bajo la lupa y distorsión de sus paranoias. En su gesto se percibía un rastro de sospecha, y su bigote se adornaba con la gravedad de un rictus de amargura. Max, en contra de lo que se podría imaginar, disfrutaba con esta oposición, por ser las reglas del juego más estrictas y así su práctica más arriesgada y emocionante. Él hacía uso de la farsa y la ironía, cuando Exex, en contrapartida, se calmaba por medio del olvido que otorga el paso del tiempo como bálsamo sobre las heridas del corazón, y así, pasadas las horas, recuperaba otra vez la confianza. Entonces volvían a hacer el amor con ímpetus renovados, aplicando distintos rituales eróticos que Max ponía en práctica y que, de alguna manera, como una poderosa droga los encadenaba a una pasión compartida entre el sexo y los sentimientos más sublimes. Hacían el amor donde fuera y como fuera, cinco o seis veces al día, bajo una concepción tántrica en la que Max no siempre eyaculaba y con una diversidad de posturas copulares. Así, con la rapidez de su vertiginosa relación, Exex cada vez se sentía más atraída por Max, deseándolo como a nadie en la vida.


7.
        Ya una vez rebajada la tensión decidieron viajar al campo, para romper con la monotonía y así cambiar de aires, aunque fuera por unos días, tomando rumbo hacia las montañas del norte. Exex iba al volante y Max, a su lado, buscaba en el dial de la radio algo de música al gusto de los dos.
        –¡Aquí está! ¡Ésta sí es buena! –exclamó a la vez que comenzaba a moverse al ritmo de la música, dentro del reducido espacio de su asiento.
        Exex pisó a fondo el acelerador y la aguja del velocímetro, inclinándose hacia la derecha, amenazaba con salirse de su sitio. El árido paisaje era un telón desfigurado, con formas que dejaban atrás consumidas por el motor embravecido de un descapotable que parecía volar.
        Llegaron pronto a los pies de un grupo montañoso, cubierto en su cima de grisáceos nubarrones que amenazaban con romperse en millones de gotas. El sol había desaparecido y un viento molesto soplaba con fuerza. Se estacionaron a un lado de la carretera para desplegar la capota, justo cuando comenzaba a llover. La tormenta se hacía previsible.
        –¡Menudo día elegimos para salir al campo! –exclamó Exex, resignada.
        Al llegar al primer pueblo, decidieron inscribirse en el único motel del lugar. La población parecía no estar muy animada, pues los lugareños se dedicaban, casi en exclusividad, a trabajos relacionados con el campo como agricultura y ganadería; no obstante, funcionaba un club-discoteca los fines de semana, al que los pueblerinos iban a beber cerveza y emborracharse. Las opciones, desde luego, no eran muchas, así como para cenar de manera decente, y no les quedó más remedio que hacerlo en un burger, a un lado de la carretera. Comieron lo propio: un par de hamburguesas con papas, acompañadas de unas cervezas, y de postre unas pastillas rosadas con forma de corazón. Afuera no paraba de llover y el letrero de neón de la discoteca, parpadeando en la inclemente oscuridad, les llamaba con sus formas de colores como la única invitación posible para aquella noche.
        La discoteca era un simple baile, con tres mesas de billar y música muy comercial y pasada de moda. Los clientes iban a juego con el entorno, de una decoración más bien caduca, y en su mayoría eran pueblerinos enrojecidos por el sol, que, nada más entrar, les miraron con la extrañeza que les causaba la presencia de dos forasteros de apariencia tan poco común. Las mujeres, del mismo modo, no eran como Exex, y no por el hecho de ser una divina y exclusiva bigotuda sino porque se echaba en falta en aquéllas cualquier tipo de clase, al ser el equivalente femenino de los hombres del lugar.
        Era un poco incómodo sentirse observados como si fueran bichos raros, y en especial Exex que llamaba tanto la atención con su prominente mostacho. Aun así decidieron tomarse algo, pues no había otro lugar y las pastillas de éxtasis comenzaban a hacer su efecto, y no era cuestión de marcharse al cuarto del motel a subirse por las paredes. Pidieron, por tanto, un par de limonadas para refrescar sus gargantas, y fue una sorpresa para los presentes el hecho de que no bebieran alcohol y algún comentario despectivo sonó al respecto, en el sentido de que Max era poco hombre por tomarse una limonada, y todos rieron las ofensas con sus feas dentaduras. Max se hizo el sordo, como si con él no fuera la cosa, pero las miradas de aquellos animales no cesaban de escrutarlos con hostilidad. Los percibían, en definitiva, igual que una atracción de circo o algo por el estilo, cuando Exex, como siempre, con esa sensualidad suya tan característica provocaba erecciones allí donde fuera.
        –¿Has visto qué tipejos? Son lamentables –comentó Max, en voz baja.
        –Déjalos, están en la Edad de Piedra.
        –Yo diría más: son el eslabón perdido.
        Sus comentarios les arrancó una risa ligera, y luego se besaron sintiendo encima las miradas de envidia de los que deseaban estar en su lugar. En ese momento se les acercó un tipo alto y flaco, de pelo rubio, con andares de pato bravucón, que se vestía con camisa a cuadros y pantalón de peto. Pidió una cerveza al camarero y, a continuación, le sugirió a Max que la pagase.
        –Págala tú, que ya eres mayorcito –fue la contestación de Max.
        –Te he dicho que la pagues –le conminó el gañán, enseñando sus amarillentos dientes separados.
        –¡Qué te jodan! –fue su respuesta.
        El gañán, al instante, se lanzó sobre Max para golpearlo, pero él lo esquivó a la vez que le metía el puño con fuerza en la boca, rompiéndole un par de dientes que cayeron al suelo. Casi doblado por este certero derechazo trató de incorporarse, pero Max lo remachó con otro golpe que le hizo crujir la nariz y lo dejó sentado entre gritos de dolor.
        Éste fue el detonante y todos se abalanzaron sobre Max, con la intención de lograr lo que su paisano fue incapaz. Le llovían los golpes por todos lados y Max, a duras penas, trataba de esquivarlos respondiendo al envite. Eran tantos que a traspiés logró zafarse, no sin antes recibir un mordisco que le arrancó parte del lóbulo de la oreja y llevarse algunos golpes más.
        –¡Corre Exex!
        Gritó al huir por la puerta, pero ella ya le esperaba en la calle… En una dramática carrera llegaron hasta el coche. Max intentó arrancar, pero el motor no encendía por la humedad resultante de la fuerte lluvia. Seguía intentándolo, dominado por los nervios, pero no había manera, y los pueblerinos, mientras tanto, se acercaban enardecidos hacia ellos gritando:
        –¡A por el forastero! ¡Qué no se escape!
        Ya estaban a unos cuantos pasos y por fin el motor rugió, para salir en derrape sin dejar de aprovechar la oportunidad para atropellar a un par de ellos, que se retorcieron sobre el barro como lombrices pisoteadas. Max sangraba por la oreja y miraba nervioso a través del espejo retrovisor, para comprobar si los perseguían, cuando a lo lejos pudo divisar las luces de tres vehículos. Conducía a toda velocidad sobre el pavimento que brillaba por el agua, en descenso por la serpenteante carretera, y entonces se le ocurrió una idea magistral. Disminuyó la velocidad y, tras rebasar una curva peligrosa trazada en desnivel, paró a un lado de la carretera. Bajó del coche a toda prisa y sacó del maletero una lata de aceite, que derramó sobre el asfalto en medio de la curva. Arrancó y condujo un poco más abajo, durante al menos un minuto, para estacionarse fuera de la carretera escondido tras unos matorrales y apagar las luces.
        –Espero que esto funcione –dijo Max, con la respiración agitada.
        –¡Ojalá!
        Sentían el nerviosismo en las mandíbulas apretadas, y sus corazones latían acelerados con la preocupación de la fatídica espera. Las tres luces se agrandaban a medida que descendían a gran velocidad por la empinada carretera. El primer coche derrapó y dando vueltas se precipitó por la pendiente, el segundo corrió con la misma suerte, y el tercero pudo frenar y se quedó justo en el borde del declive como un balancín.
        Max, sintiéndose ya triunfador, encendió las luces y tocando el claxon alborozado se despidió de aquellos gañanes entre carcajadas. Exex encendió la radio y empezaron a corear exaltados la canción que era el éxito del momento, pues aquellas pastillas rosas hacían un efecto maravilloso.
        Esta escapadita les ayudó a olvidar los viejos rencores y para darse cuenta de que un suceso repentino podía cambiar el rumbo de su historia.

        Ante el peligro siempre surge, ineludiblemente, la alianza o la traición. (Lao Tse Wang)


8.
        –Sólo te digo una cosa: estoy cansado de estar en la cama –se quejó Max.
        –¡Vámonos! –exclamó Exex.
        Salieron de entre las sábanas y Max se tuvo que bañar con alguna precaución, ayudado por Exex, pues las heridas de la reyerta estaban aún recientes.
        En la playa el sol caía con aplomo, pero no era impedimento para que se viera invadida por una multitud disfrutando del suplicio de tomar una tonalidad más tostada en la piel, en un día de esparcimiento entre chapuzones y juegos a la orilla del mar.
        –¡Uf! ¡Qué calor! –se quejó Exex–. ¿Te vienes a dar un baño?
        –No. Prefiero seguir tomando el sol.
        Exex entraba poco a poco en el agua, estirándose como si caminara de puntillas, a través del oleaje que rompía suave contra su cuerpo. Luego se dejó arrastrar por la corriente, sumergiéndose de vez en cuando, y flotar al capricho de las olas que la llevaban hacia tierra para encallar como una preciosa sirena de la especie bigotuda. En esa posición miraba la mancha homogénea del cielo, bajo el sonido de las olas, detenida en ese rumor que era como una especie de mantra para la meditación, o sea, para dejar escapar las ideas hacia el infinito y tratar de ver una luz que crece en tu interior. Pero Exex no pudo concentrarse todo el tiempo en el sonido, ni mucho menos ver la luz, y levantó medio cuerpo para mirar hacia la arena y observar algo que le causó un vértigo desagradable, pues una mujer, que parecía pelirroja, estaba sentada junto a Max. Se puso en pie, con el corazón en un vuelco, y dirigió sus pasos hacia allí, cuando en ese instante la pelirroja se alejó caminando en otra dirección, perdiéndose entre la gente.
         –¿Qué hacía ésa por aquí? –preguntó Exex, con una expresión que le hacía fruncir su bigote con desagrado.
        –Quería fuego para un cigarrillo –contestó con su tranquilidad habitual.
        –¡Mentira!... Os conocéis de algo –le acusó airada.
        –Te juro que no… ¿Acaso no me crees?
        –No, no te creo –contestó inquieta.
        Max la abrazó para calmarla y, tomándola por la cintura con ambas manos, le dijo en tono reconciliador y cariñoso:
        –Créeme… No tengo nada que ver con esa pecosa, ten confianza en mí, no te preocupes, sólo soy para ti y tú para mí.
        –Es que son demasiadas coincidencias… –decía, sin dar crédito a las palabras de Max.
        –No creo que sea tan extraño, aquí viene todo el mundo y no es raro encontrarla, pues ya estaba por aquí el otro día.
        –¿Y también en la fiesta?
        –Nos movemos en el mismo ambiente, es como nosotros y tendrá los mismos gustos.
        –Pero no puedes negar que te gusta… –dijo Exex, suspicaz.
        –Creo que es al revés; quizá sea yo el que le gusta –respondió–. Pero no puedo hacer nada contra eso.
        –Puedes ignorarla…
        –¿Qué quieres, qué le escupa en la cara?... Me parece absurdo que estés otra vez con tus celos, deberías tener más confianza en ti misma.
        –Vale, vale. Lo olvidaré. Lo sacaré de mi cabeza –concedió.
        Y se tumbaron en las esterillas para seguir tomando el sol, mientras Exex seguía con la preocupación, sin poder olvidar la presencia de aquella pelirroja que se había convertido en un verdadero problema. Se veía incapaz de aceptar los argumentos de Max, pues todas las coincidencias sobrepasaban lo admisible, además de la corroboración del descaro de unas miradas que invalidaban cualquier excusa.

        Todo el universo gira en torno a un punto y hasta la casualidad se deshace. (Paul Bouilhet)


9.
        Aquella noche hacía un calor insoportable, pegajoso, de esos que hacen difícil conciliar el sueño y has de intentarlo desnudo sobre la cama, con las ventanas abiertas de par en par. Exex estaba con los ojos cerrados, inmóvil, en la antesala de los sueños, sin conseguir despejar las imágenes de su mente y los pensamientos. Notaba las sábanas húmedas pegadas en la espalda, en los riñones, y oía la respiración de Max junto a ella. Así, en ese estado, llevaba dos horas tratando de dormirse.
        Max abrió los ojos y giró la cabeza para mirarla… “Está dormida”, pensó. Con mucho cuidado, con intención de no despertarla, salió de la cama casi escurriéndose. Exex se percató de la maniobra pero continuó sin moverse, pues pensó que Max iría al baño… Él comenzó a vestirse muy despacio, sin dejar de mirarla, y salió de la habitación girando con suavidad la perilla al cerrar la puerta.
        Exex brincó de la cama al instante, en cuanto Max abandonó la habitación, y se puso a toda prisa lo primero que encontró: el camisón casi transparente que estaba junto a la cama y el chaleco de plumas negras que colgaba en el respaldo de una silla, y así, con unas chanclas de fantasía en los pies, se presentó en el hall del hotel mientras por enfrente, en la calle, vio pasar a Max dentro del coche. Tuvo suerte de que en la puerta, al final de las escalinatas, estuviera un taxi estacionado con un chofer que dormía dejando colgar el brazo por la ventanilla.
        El taxista, en un sorpresivo despertar, pudo ver a una mujer bigotuda que, vestida de manera muy extraña, le gritaba con los ojos desorbitados y sin poder contener la excitación:
        –¡Siga a ese coche! ¡Rápido, rápido! ¡Siga a ese coche! ¡Por favor!
        Entró en el taxi casi a traspiés, cerrando de un portazo, y arrancaron sin más demora. Ahora sabría la verdad y el destino de sus escapadas nocturnas. Sentía el corazón asido en un puño, con acelerado latir, al ver en la distancia las luces traseras del descapotable.
        –¡No lo pierda! ¡No lo pierda! –le decía al taxista, hecha un manojo de nervios.
        Y el taxista, de lo más eficiente, iba detrás de esas luces rojas con la debida precaución para no levantar sospechas, dirigiéndose hacia el sur de la ciudad… Tras un rato llegaron a una zona de playa donde había unos cuantos bungalows de madera, que en la noche se difuminaban en contraste con el mar, y las luces rojas se apagaron junto a uno de ellos.
        –¡Pare, pare! ¡Déjeme aquí! –le pidió al taxista, sintiendo que se le salía el corazón por la boca.
        Se bajó del taxi y vio entrar a Max por la puerta del bungalow, donde se encendió la luz de una ventana que luego se apagó. Ella se había sentado sobre la arena y agarraba sus piernas con ambos brazos, mientras imaginaba lo que pudiera estar sucediendo ahí dentro, en esa casita de madera, donde se volvió a encender otra luz que después de unos minutos se apagó de manera permanente. Ahora sólo tenía que averiguar el motivo de sus escapadas, pues, desde luego, no se quedaría ahí sentada esperando como una tonta. Caminó con este objetivo, sigilosa hacia la casa, y empezó a husmear por los alrededores con el fin de ver una ventana entreabierta, que encontró a una altura aceptable para trepar y colarse por ella. Lo hizo sin dificultad, aunque temblando por los nervios y casi al borde del colapso. Fue a parar a un pequeño cuarto de baño, cuya puerta permanecía abierta e iba a dar a una especie de saloncito que, en la penumbra, dejaba ver una mesita redonda con sillas y una estantería con varios libros. El suelo era de listones de madera y los pasos de Exex, aunque fueran cuidadosos, crujían levemente al caminar. Se asomó al pasillo. Estaba decorado en sus paredes con las fotografías de una pelirroja de belleza exquisita. Exex no pudo más que rabiar por dentro al verlas y apretó los puños con fuerza. Siguió para delante, dominada por ese nerviosismo imposible de calmar, hasta que llegó a la cocina. Un gran cuchillo, en la oscuridad, le llamó la atención con el reflejo leve y difuso de su hoja. Escuchó, entonces, un gemido proveniente de otra parte de la casa y sintió la traición como nunca antes. Cogió el cuchillo sin pensarlo, guiada por esa furia que la poseía, y se dirigió hacia el origen de los rumores femeninos que la estremecieron de una manera indefinible. Iba con el cuchillo en la mano, decidida, ahora excitada por los gimoteos de la pelirroja, cuando sintió que su ropa íntima se mojaba con los efluvios que escurrían de su sexo. La situación se le hacía confusa, tanto como el fin último de sus actos, pero la idea del engaño y la traición le asaltaban con un desagrado del que debía librarse como fuera. Al final del pasillo, por una puerta abierta, podía percibir el olor de la infidelidad y los sonidos de dos cuerpos que se amaban en la penumbra.
        Una vez allí comprobó, con sus propios ojos, el hecho consumado de la traición, pues Max se agitaba entre las imponentes piernas de la pelirroja que se abrían temblando como alas de mariposa.
        –¡Hijo de puta! –gritó Exex, histérica.
        Max, sobresaltado, salió del húmedo cubículo y se echó para atrás, cuando en ese instante sólo pudo ver a Exex clavándole un cuchillo en el corazón. Se oyó un grito ahogado. La pelirroja enmudeció atenazada de terror, abriendo sus grandes y bonitos ojos que brillaban en la oscuridad, mientras el cuerpo de Max manchaba las sábanas con la sangre que manaba a borbotones a través de su herida mortal. Exex comprendió entonces, como una revelación, al ver temblando de miedo frente a ella a esa maravillosa belleza de piel anaranjada, de cabellos lacios y cuerpo de diosa, que era el amor de su vida y que en realidad había matado a Max por los celos de estar poseyéndola.
        Apartó el cuerpo inerte de Max con una patada, que cayó resbalando al suelo igual que un gran pescado, y arrojó el cuchillo lejos, hacia una esquina de la habitación. Luego comenzó a desnudarse, sin dejar de mirar a la pelirroja, con la intención de ir a su encuentro y meterse entre sus brazos. El magnetismo del contacto visual las envolvía, la situación en sí, y una frente a la otra esperaban el momento de fundir sus cuerpos entre la sangre… El primer beso, ese roce de labios, les pareció indescriptible, algo nunca antes experimentado. Pero había un detalle que no las dejaba sentirse en perfecta armonía, por lo que Exex se levantó, sin dejar de mirarla, y caminando de espaldas se dirigió al baño de la habitación. Allí encendió la luz, se miró en el espejo, y se vio indigna con ese bigote. No dudó en que debía afeitárselo y así lo hizo, después de agarrar una maquinilla y humedecer los pelos, de su ahora desconcertante bigote, para enjabonarlo. Cuando realizaba la operación, sin remordimiento alguno, descubría con deleite su nuevo rostro, mientras los gruesos pelos caían como las etapas de su vida. Entonces se acordó de Belmont, de O’Kelly, de James y del ahora difunto Max, y pensó que ya estaba harta de los hombres.
        De regreso en la habitación la pelirroja seguía allí, esperándola. Exex, con su nueva imagen, estaba tan bella como siempre o incluso más, e hicieron de ese momento un extraño ritual amándose entre la sangre de Max, su novio compartido, y así sellaron una nueva alianza con ese secreto.

        En el laberinto de las pasiones, todo es posible. (John Archibald Holmes)


10.
        El cuerpo de Max acabó en el mar, siendo comida para los peces, y ellas regresaron juntas a la ciudad de los rascacielos en el descapotable de color canela.
        Exex sin el bigote se sentía como una persona nueva, después de tanto tiempo con ese estigma tan radical para su género femenil y en contraste con su desmesurada hermosura, lo que en sí no dejaba de ser una contradicción, extravagancia de la naturaleza que tuvo que aceptar con dignidad y sin complejo alguno. Ahora, sin embargo, le tocaba tomar una nueva posición ante la existencia y su futuro, sabiendo que por fin, con este nuevo intento, dejaría atrás la fatal influencia de los tiempos pasados, ya sin ese bigote que había significado tanto para ella. A su lado, también, estaba la pelirroja, que se llamaba Tania, a la que ya sentía como el verdadero amor de su vida, la pareja ideal por afinidad, las dos tan perfectas como un mismo reflejo, tan especiales, ahora juntas para amarse sin frustración posible, destinadas a mirarse la una frente a la otra igual que un mismo ser, y en sus rostros luminosos quedaba impreso ese estado de dicha tan pura y sublime.
        No tardaron en alquilar un ático provisto de una amplia terraza, en uno de los edificios más altos de la ciudad, desde donde la panorámica era impresionante e inspiradora tanto en el día como en la noche, para gozar de la intimidad necesaria, tomar desnudas el sol y hacer el amor bajo la bóveda celeste sin que nadie las observara. Y así, en ese departamento, fundaron su paraíso particular.
        Era de mañana y todavía estaban los restos del desayuno sobre la mesa, cuando sonó el teléfono. Exex lo tomó y comenzó a hablar: 
        –¡Hola Stephan!... Sí, hace una bonita mañana… Sí, aquí estoy con Tania… ¿Cómo dices? –preguntaba, tratando de escuchar mejor–. No, no creo que sea así, esas fotos las veo mejor para Reika, pero si tú dices que las quieren los de Femme, está perfecto, a fin de cuentas eres mi representante… Sí, claro que se enfadaron y ruegan para que me deje el bigote, pero eso ya se terminó. Les dije que debía renovarme y no caer en arquetipos de imagen, que la evolución es necesaria… Sí, también están muy contentos con Tania, es hermosa y más con su pelo rojo, tan sensual y diferente –decía, mirándola, mientras Tania se balanceaba dentro de una hamaca–. ¿Cómo? ¿Qué para cuándo lo de París?... No sé, cuando tú creas conveniente sacas los billetes del avión y todo lo demás… Sí, eso es, para la pasarela de otoño, y si puedes firmas con Aldo Finni para primavera… Sí, las dos…
        Tania, con una expresión de agrado, se mecía observando la delicadeza de Exex al hablar; se miraban y sonreían con un brillo de alegría en los ojos. Le lanzó un beso suave y ella le guiñó el ojo. Estaban enamoradas, nunca antes habían sentido nada igual.
        –A las cuatro está bien… ¡Claro! En los camerinos del Palace… Estaremos perfectas con nuestra piel tostada por el sol y esos trajes de baño… Sí, sí, ya lo sé… Gracias, muchas gracias… ¿A cenar?... Sí, iremos con todos ellos… Muy bien, en eso quedamos… Muchos besos… Ciao.
        Y después de colgar el teléfono se echó en los brazos de Tania. Dentro de la hamaca comenzaron a besarse con esa dulzura que sólo ellas podían concederse, con la pausa y la intensidad, embelesadas en un instante mágico que las envolvía con el manto de sus caricias. Pero afuera, en la terraza, andaba un intruso, alguien que se había colado por la escalera de emergencia. No era un gato de tejados, sino un niño suicida llamado Willy que con la soga bajo el brazo buscaba de nuevo su último escenario. Y miraba angustiado, aquí y allá, tratando de elegir, como siempre, el lugar más idóneo donde anudar la soga. No tardó en decidirse por la antena parabólica que estaba instalada en lo alto de una pequeña torreta de metal, de unos tres metros de altura, lo suficientemente alta como para saltar desde ahí al vacío. La visión sería impresionante, con una panorámica perfecta de la ciudad en la clara mañana, con el mundo vivo ante su mirada desde la muerte y mucho mejor que un cartel publicitario o un retrete.
        –Creo que oí algo… –dijo Exex con extrañeza–. Saldré a mirar…
        Dejó a Tania sola en la hamaca para ir a inspeccionar la terraza. Fue grande su sorpresa al ver a un niño encaramado en la torreta de la antena parabólica, con una soga al cuello, imagen casi imposible. Pero el niño saltó y la certidumbre de ese acto desesperado le hizo correr hacia la torreta y escalarla, agarrar a Willy, primero por las piernas y luego por la cintura, y así lograr salvarle de la muerte.
        –¿Qué haces niño? ¿Qué te pasa? –decía Exex para calmarle, pues no cesaba en sus pataleos.
        Willy estaba enfadado, mucho más que las veces anteriores… ¡Cómo era posible que siempre alguien le salvara en el último segundo!... Estaba harto, ésta sería la última… Y desesperado, con el propósito de zafarse de Exex, le pegó un mordisco en la mano con tan mala suerte que ella, en su reacción, resbaló precipitándose sin remedio hacia el vacío desde lo alto del edificio…
        Exex caía hacia la calle, en una última dramática experiencia, y los objetos ante sus ojos se iban agrandando a toda velocidad. En su cabeza, dominada por él pánico, se agolpaban, en una sucesión ordenada, todos los recuerdos memorables de su vida que pasaban, imagen tras imagen, en el sentido inverso de su consumación; de tal modo que se vio besando con Tania en la hamaca, asesinar a Max, asesinar a James, asesinar a O’Kelly, echar el líquido pringoso en la cara de Belmont y muchas otras cosas, hasta llegar a la imagen de su nacimiento en el instante del impacto contra el suelo.
        Exex acababa de nacer y morir a la vez, en un solo segundo, pues nunca antes había existido, sólo en la imaginación de Tania que se balanceaba tranquilamente en una hamaca de gruesos hilos trenzados, pensando que llevaba demasiado tiempo sin compañía y que ya era hora de tener alguna relación sentimental, pues los días transcurrían en la más absoluta soledad, en aquel ático recién rentado, desde que llegó a la ciudad de los rascacielos hacía más de dos semanas.
     

NOTA: Todas las citas y sus nombres propios son invenciones del autor.



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