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jueves, 10 de abril de 2008

El enigma de San Cristóbal: una andina caliente

Imagen de RadioAreito
El día vienes pasado, después de girar un rato por mi zona preferida (centro, San Bernardino, Sabana Grande y Av. Victoria), subí un rato donde mi Mariú, allá en Catia, en el barrio el Amparo. Me compre una botella de cacique (no me gusta el whisky) y un habano de BsF. 30, mismos que me fui disfrutando por el camino, autopista Francisco Fajardo, los túneles, la vía abajo de plaza Sucre y, finalmente, la subida de Las Lomas de Urdaneta, lugar temido pero al que yo, loco taxista, ya me he acostumbrado.

Todavía era de día, aunque con la luz algo tenue ya. Vi la puerta abierta y aparqué donde mi dulcinea. Pero no estaba, aunque estaba su hija (una adolescente), quien me recibió sonriente, como siempre, debido a que yo le hago muchas bromas. Y estaba también una andina, de San Cristóbal ella, que suele ir a la casa porque se le paga para que cumpla con algunos oficios domésticos. Me dijeron que Mariú estaba cerca, pagando o haciendo una diligencia de la casa, y me quedé a esperarla, llenando la casa del humo del tabaco, bebiéndome los tragos, y sintiendo la juguetona protesta de las dos féminas.

La andina tenía las tetas disparadas, prensaditas, mejor dicho, a duras penas disumuladas debajo de la blusa; delgada, con un trasero más o menos, nada parecido a las tetas, por cierto; blanquísima como una hoja de papel, con el pelo largo, color colonial. La hija de mi dulcinea es una adolescente que no viene a cuento, hijastra mía en formación aún.

En fin, estuve allí como una hora, esperando, saltando en broma al ritmo de la música, echándoles el humo del tabaco en la cara para irritarlas, empujándolas a modo de juego y... -¿qué le voy a hacer, hombre?- lanzándoles miradas furtivas a la gocha, acariciándola visualmente en determinadas partes de su cuerpo para que se diera cuenta que el cacique vuelve loco a los hombres y tanteando su espíritu, para ver si tenía cabida para un taxista Don Juan como yo sin remedio.

Hubo un momento en fui al baño y en pasillo para llegar a él, angosto , me encontré saliendo a la gocha, a la que le rocé "accidentalmente" los senos al pasar a su lado, cosa por demás casi inevitable si consideramos que es lo que más resalta de su cuerpo, ladeado, pasando junto al mío. Sentí un doble escalofrío: primero al sentir aquellas fugaces y dulces lanzas asesinarme con su roce y luego al oír lo que oí:

-No arrugues si no vas a planchar.

Gratamente impresionado, terminé de ir a mi baño, pero no sin antes mirarle durante unos segundos, comunicándole con mi lenguaje corporal que sí, que no había problema, que yo me consideraría una plancha humana, de ser necesario. Ella sonrío nerviosamente y se fue apresurada.

Al salir me encontré con que Mariu había llegado, sentando al sofá con ella y conversando un rato, en medio de una conversación en la que también terciaba la andina, contenta y poderosa por saberse guardadora de una especie de promesa que yo le había hecho y que desde ya parecía encantada de ocultar a la vista de su "jefa". Pidió en voz alta que le hiciera la carrera hasta su casa, por allá abajo, Catia, y yo, ni corto ni perezoso, le di un beso a Mariú, diciéndole que ya regresaba.

La llevé. No era muy lejos hacia donde iba. Le ofrecí unas rápidas cervezas, pero dijo no tomar. Hablé cualquier cosa y le dije que desde el choque no me la podía sacar de la cabeza. Reía.

Bajando por Las Lomas de Urdaneta hay cierta vegetación que me facilitó detenerme unos cinco minutos para besarla e intentar estrujar sus tetas. Me dejó lo primero, porque lo segundo pareció prometérmelo de modo más espectacular. No insistí. Rápidamente -oye, estaba en curvas de las Lomas de Urdaneta, un escalón peligrosito-, arranqué el vehículo y la invité hacia otro lado, pero no quiso. Tenía que ir a su casa, y yo a la mía, ...digo a la de Mariú, allá arriba.

Así fue. Le dije que iría al día siguiente, a la misma hora. Cené con Mariú y le hice el amor. Cambié a tomar cervezas y me fui como a las 9:30 PM.

Al día siguiente fui, como había dicho, más pensando en cómo resolver el enigma de San Cristóbal que en los peligros consecuentes de su resolución, esto es, una doble aventura y en la misma casa. ¡Señor, soy un hombre perdido!. Debo confesar que el día anterior besé y rebesé a mi dulcinea pensando en aquellas seguras blanquísimas tetas de los Andes venezolanos. ¿Qué puedo hacer? ¿No lo podía evitar?

Y ocurrió algo sorprendente. El guión se repitió, casi igual, con alcohol, otro pedazo de habano, música reggaetona, la conversación en la sala, la hijastra, Mariú, la andina disimulante con su misterio de tenerme embrujado, con la diferencia de que había llegado una pareja de visitas y se había incorporado al momento. Todo debidamente hecho, a cuatro paredes, en la seguridad de un hogar. Cuando me dirigí al baño y volví a encontrar a aquella mujer salir de él en el angosto pasillo, rozar, "accidentalmente y de modo juguetón aquellas lanzas calientes, la cosa cambió sólo en un detalle.

Me jugué el todo por el todo, sabiendo que si me descubrían allí se formaría el lío del siglo XXI. La halé sin gran resistencia hacia el interior del baño, diciéndole que sólo sería un momentito para besarla en un lugar a escondidas, demostrarle mi cariñito, y patatín patatán. La poca que resistencia que puso se la quité con un beso rápido y salvaje. Le di a entender que arriesgaba mucho por la pasión que ella despertaba en mí. Que en otro momento sería mejor para los dos, cuando nos organicemos. Que teníamos que cuidarnos, rápido, que podía venir alguien.

Aquello fue rápido, como se comprenderá, sobre la poceta, sin sexo carnal, pero sí con sexo oral brutal y breve. Aquella gocha me hizo romper la piñata con rapidez, como si yo fuera uno de esos que padecen de eyaculación precoz. Apenas le bajé el pantalón, en cuyo horno metí la mano como pude, relampagueantemente. Apenas también pude ver y lamer su pecho, tal cual como me lo imaginé, por cierto, provisto de melones grandes y como nuevos. Me dije que habría ocasión.

El asunto acabó como empezó, rápidamente, con un breve teatro del disimulo al final, porque aquella mujer temblaba y tenía el rostro como un tomate. Afuera, en el patio, había un fogón de parrillas para ese día, y nos pusimos a encenderlo y después atizarlo para disimular el rubor.

¿Qué más detalles a contar? Me quede con un dolor palpitante en la ingle, producto quizás de las rápidas contracciones del placer. Me quedé a la expectativa de lo resultante de aquella aventurilla, es decir, si iría a traer consecuencia con la engaña Mariú. Pero la pequeña reunión continúo de modo normal, como si dos personas que estaban conversando en la sala junto a las demás no se hubieran entrelazado furtivamente en un baño para aliviar una pasión.

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