jueves, 5 de abril de 2007

La cuarta estación de Marisabel

“Ningún divorcio le hace bien a la humanidad, pero éste, anunciado curiosamente en tiempos de fútbol, el deporte de las patadas, al menos sirve de reloj histórico. Mide y fija en tiempo, en días precisos, a qué alturas estamos del final de esta delirante charada bolivariana”

“Las desgracias
están conmigo.
Todas las cosas
tienen su término.
El general
no piensa ya en mí...”

Manuela Sáenz
(Huamachuco, 28 de mayo de 1824)


Marisabel, para comenzar, tiene un raro apellido.
Al muy común Rodríguez, debe agregársele: “aún de Chávez”.
Aún, absolutamente todo es aún, es decir, por ahora. Un estado civil atípico, accidentado, pero muy a gusto y propósito de los azarosos tiempos que vivimos, cuando todo pareciera estar presidido por una jactanciosa provisionalidad. Todo en la V República huele y sabe a interino, a temporal, a efímero, a quién sabe. Chávez mismo. El Fiscal. El Contralor. El CNE... Nadie apostaría su sueldo a que estarán allí mañana, con las primeras lucecitas del amanecer.
Asimismo ha estado el nombre de República Bolivariana, anulado por un día. Y la redención de los niños de la patria, aún en la calle para tormento e insomnio del Presidente. Y el no gozado avión con salas de conferencia, jacuzzis y avanzados sistemas de comunicación satelital, para saber desde las más remotas alturas y lomos del mundo, algo que el ilustre pasajero no logra ver en tierra: lo que pasa aquí en el país. (En Puente Llaguno, por ejemplo). Esa nave, apenas estrenada para ir a España a darse de trompadas con Aznar, está aún escondida en algún callado y provisional hangar, como lo manda la modestia republicana. Y, qué decir del más provisional de todos, el ex ministro del Interior, ¿aún? con dos identidades. Una para llevar merecidos coscorrones, y la otra, también provisional, para ahorrarse los churupos de la partida secreta. Y, encima, los reales del FIEM y su inimaginable rosario de ceros a la derecha. ¡El horror de tres millones de millones de bolívares, “extraviados” aún!, pero que el Poder Moral –cara inspiración bolivariana– se apresta a aclarar, y sancionar, ya verán, con puntual y ejemplarizante severidad. ¡Esperemos sentados!
En algún rinconcito emborronado de la agenda repleta de pensamientos del Libertador, y del Ché, los acelerados bolivarianos de Chávez encontrarán lo que Bolívar pensaba acerca del Poder Moral concebido por su genio. Un cuerpo de 40 miembros intachables, un tribunal, un Areópago, integrado por hombres dignos de ser aclamados “padres beneméritos de la patria”. Con todo y los honores que Bolívar reclamaba para ellos, el propio Areópago, ante las quejas de los ciudadanos, ¡atención!, debía destituir al miembro que fuere encontrado en falta respecto a sus deberes. A la letra: “por cualquier causa que les haga desmerecer la veneración pública”. Ah mundo, dirían en Carora.
Y, volviendo a lo anterior, tanto los coterráneos de Marisabel como todos los venezolanos deseosos de que el Presidente tenga, al fin, la suficiente cordura y acopio de paz espiritual para ordenar los espinosos asuntos de la nación, se preguntan hasta cuándo se prolongará el limbo conyugal que los importuna. Es que, ciertamente, ser Primera Dama se está volviendo en el país un oficio peligroso, quizá tanto como el de los mineros, y el de reportero en baile amanecido de Círculo Bolivariano. Si alguna vez Luis Herrera perdió su pastosa calma chicha fue cuando a su consorte la acusaron judicialmente de desviar fondos de la Fundación del Niño. Luego vinieron los borrascosos tiempos de la prudente Gladis de Lusinchi. Corría la era fluorescente y “cubrida” de un ramplón barraganato borrachín e incontinente. Y Blanca de Pérez no se las vio mejor. Su andariego esposo no portaba por La Casona cuando ella se vio sitiada, junto a sus hijos y nietos, no por el ruido de molestas cacerolas, como ahora, sino por el metálico fragor de los tanques y fusiles.
Esa es la razón –interés nacional de por medio– por la cual el conflicto de la pareja presidencial deja de ser asunto de ellos, para trascender los confines de Miraflores (pronto Universidad Popular Bolivariana, ¿no?). Eso, a despecho de que, como suele ocurrir, ellos se reconcilien y quede uno en ridícula posición. Pero, si es que el propio cura consejero de ambos, Jesús Gazo, no se guardó para él y los sagrados ritos, las confesiones de desencuentros y amarguras vividas todos estos años por quienes en pantalla se encadenaban en suspiros –casi siempre ella–, miradas extasiadas –de parte de ella, otra vez–, manitas agarradas y demás amorosos lazos en el fragante balcón desde el cual Marisabel era una exquisita mezcla, romántica y épica, de Manuela Sáenz, Julieta y Evita Perón. Enjugándole ella el sudor, asintiendo con la cabeza ante cada pesadez del otro, y, sobre todo, anticipándose a llenar en el plano amoroso y aunque fuera en apariencia, un vacío de poder y no-poder que después los de la fallida transición quisieron colmar, por decreto.
Para rematar la faena, el sacerdote quiso añadirle un toque más de un disparatado incienso y mirra a esta historia. Según la extraña y muy curiosa interpretación cristiana del trasnochado clérigo, “Marisabel no entendió la revolución”.
¿Cómo así, padre? Quizá más que ignorancia o impericia acerca de la naturaleza y propósitos dialécticos del proceso, lo que Marisabel en verdad sufrió fue una larga e imprudente sobrexposición. Estuvo demasiado cerca, y nadie sale ileso de las oprobiosas demencias de un experimento tal. Primero fueron los “hermanos del alma”, los otros comandantes del juramento bajo las frondas del samán de Gϋere. Y después de una inabarcable lista de deserciones de camaradas, portazos de aliados, zapateadas y traiciones a la patria, se escabulle nadie menos que el zamarro Luis Miquilena, a quien Chávez una vez reverenció como el mismísimo “padre que me deparó la vida, y a quien llevaré por siempre en el corazón”. Pero entiéndase que ninguno de ellos tuvo que soportar lo de Marisabel. Incluso los más fanáticos que acudían a los mítines, veían de lejos, recibían sus combos y se marchaban. Ella, en cambio, debió ver y probar el proceso día y noche. Crudo y grueso. En la televisión, en persona, cadenas privadas, a la hora del desayuno, los días de labor y feriados, en la simbólica elevación de Guaicaipuro al Panteón, en desfiles, en la cama... ¡Demasiado, padre!
Incluso, ahora, la propia Marisabel pone en duda si alguna vez fue lo que se suponía era y figuraba, tanto en los símbolos, sellos oficiales y protocolos, como en la intimidad de la vida marital.
–Lo dije hace dos años: que nunca llevaría sobre mis hombros el papel de una esposa de conveniencia, de una esposa de apariencia–, declaró a El Universal.
Otra cosa, padre Gazo, está plenamente comprobado que “entender” y practicar como el que más la revolución, no hace a una mujer más proclive al amor, ni más inclinada al cariño, ni más dispuesta para los sentimientos. ¿Se ha fijado usted en Iris Varela, padre? ¿Ha visto antes, padre, ojos tan vacíos de caridad, tan deshabitados por la ternura? ¡Ave María Purísima!
Lo de Marisabel, entonces, no es un mal figurado, de esos que se curan con yerbas o regresiones aficionadas. Ella, padre, ha estado recluida en clínicas varias veces. En estado calamitoso ha sido vista llegar deprisa, a refugiarse aquí, entre los suyos. “Cuadro migrañoso” le han diagnosticado. Extrañamente, padre, la supuesta no-comprensión del proceso que Marisabel ha podido presenciar en primera fila, sobrexpuesta, se le ha manifestado, además de los terribles dolores de cabeza, mediante moretones dispersos, constantes estados de alteración nerviosa, y peticiones urgentes y desesperadas ante los tribunales en busca de protección legal para sus hijos. Su siquiatra, Edmundo Chirinos, apunta igualmente hacia otras causales distintas a las del consejero espiritual, y hasta descarta al proceso como único detonante, político, de los padecimientos. Según él, la Primera Dama sufre “tensiones de distinta naturaleza”.
Es más, padre, aquí tiene una segunda opinión: otro siquiatra, el Dr. Ildemaro Torres, se detiene más en la observación científica del líder, que en la del proceso mismo: Chávez, para él, “es un manipulador exhibicionista que juega muy bien a lo fraudulento”.
Ningún divorcio le hace bien a la humanidad, pero éste, anunciado curiosamente en tiempos de fútbol, el deporte de las patadas, al menos sirve de reloj histórico. Mide y fija en tiempo, en días precisos, a qué alturas estamos del final de esta delirante charada bolivariana. Vea usted:
Cuando el comandante, recién liberado de Yare, se hacía de una brillante aureola de romántico guerrero llamado a impartir justicia y desbaratar los entuertos de la patria, Marisabel llamó su atención en la plaza Bolívar de esta ciudad. Bajo un sol radiante, los dorados de la cabellera suelta y rubia y los ojos verdes de la ex madrina de Cardenales y recién chica Revlon, se encargaron de resaltarla entre la multitud arremolinada alrededor del mesiánico soldado. Su voz de experimentada locutora de radio y finos modales debieron concertar la sensualidad con la cual ella le saludó, mientras estiraba sus brazos hasta acercarle una carta.
Allí le decía, textualmente, que sentía, comandante, las ansias de ser en adelante su fiel y devota Manuela. De acompañarle, comandante, en la esplendorosa gesta que se extiende como alfombra de patria irredenta ante sus pies y ardores revolucionarios. ¿Podía existir una forma más efectiva de agasajar y excitar el ego y los apetitos de hazaña de aquel hombre?
Según el escritor Victor W.von Hagen, Manuela Sáenz, la “amable loca” en el decir y sentir del propio Bolívar, vivió cuatro “estaciones”. La primera se inició con el lejano paralelo de esta escena local, el 16 de junio de 1822, cuando el Libertador en el apogeo de su gloria arribó a caballo a una delirante ciudad de Quito.
“Desde un balcón, una mujer de sensual belleza y ojos oscuros le ve llegar”.
La dama arrojó con ciega emoción una corona de laureles a los pies del semidiós de piel tostada y ojos negros, vivos y penetrantes. A aquella “encarnación de todos los sueños y entusiasmos”. .
La corona rozó las mejillas del jinete. Levemente molesto, Bolívar miró hacia arriba, y al divisar a la atractiva mujer vestida de blanco y con una delicada banda de moiré, esbozó una sonrisa.
Después de esta primavera de amor, vendría “el glorioso e inolvidable verano de Lima”. Segunda estación. Ellos serían ese tiempo “espejo de la gloria y del poder, sombra de la felicidad”.
Claro, las distancias históricas deben guardarse, celosamente.
Chávez, el Día de los Enamorados, le dijo por televisión a su cónyuge, desde el balcón:
–Marisabel, ¡ahora te doy lo tuyo!
Bolívar, en cambio, le recitó a Manuela este primor:
“El hielo de mis años se reanima con tus bondades y gracias”.
Y líneas más adelante:
“No tengo tanta fuerza como tú para no verte: apenas basta una inmensa distancia. Te veo, aunque lejos de mí. Ven, ven, ven luego”.
¿Qué tal el contraste?
La tercera estación de Manuela Sáenz llega con “los celos, la rotura de aquel frágil sueño de la Gran Colombia, las intrigas y las conspiraciones”.
Es más, el final de esta estación tiene fecha y hora exactas: el 25 de septiembre de 1828, a las 10:30 de una fría noche bogotana.
Fue la noche en que Manuela se convirtió en la libertadora del Libertador. Lo salvó de morir apuñalado, haciéndolo saltar por una ventana mientras ella aguardaba a los criminales, quienes la sometieron. Aún así, la mujer que “cuando se excitaba tenía el genio de una tigresa”, les hacía perder tiempo, al asegurarles que Bolívar todavía se encontraba en el interior del Palacio de San Carlos.
El consejero padre Gazo –como se ve, una tumba para los secretos– asienta que los hechos del 11 de abril marcaron la ruptura definitiva de Chávez y Marisabel, aunque, según destapa de seguidas el susurrón padre, “el Presidente ya casi no iba a La Casona, porque tiene demasiado trabajo”. ¿Lo jura sobre la Biblia, padre? Lo cierto es que la unión ya estaba claramente deshecha cuando ella en medio de la confusión reinante abogó por teléfono a través de CNN. Era algo conmovedor oírla. Clamaba, chillaba, gemía. “Mi esposo no ha renunciado, y está preso, incomunicado, y en peligro de muerte”, apeló ante el mundo.
Chávez pudo volver. Pero su Manuela, como aquélla, la quiteña de ojos oscuros, ha comenzado a vivir del recuerdo. Aquélla, muerto Bolívar, pobre, en su destierro de Paita, consolada en sus desvaríos sólo por su inseparable Jonatás.
Otros seguros indicios advierten el fin cercano. En esta cuarta –y última– estación, Miquilena pugna por asumir el papel del taita Páez. Ensaya su particular Cosiata II, la disolución del proceso. José Vicente Rangel al instruir a Bernal el 11-A para que hiciera bajar gente de los cerros con palos y piedras, representa al desalmado Pedro Carujo, quien ya en julio de 1835 enfrentó al Dr. José María Vargas con el grito de: “¡El mundo es de los valientes!” A lo que el insigne médico, héroe de la civilidad, le enrostró: “¡No! El mundo es del hombre justo”.
Y el déficit fiscal de aproximadamente 6 billones de bolívares. La deuda pública interna, que aumentó 398,2%. La escandalosa malversación de los 3 billones. Todo sin una sola obra pública a la vista. El creciente malestar social. El progresivo caos institucional. El desempleo, no abierto, por encima del 15%. La inocultable desmoralización en los mandos militares. La presión de todos los flancos laborales por el incumplimiento reiterado de compromisos. Y las casi 70 denuncias contra el Presidente, que reposan en la Fiscalía, así como las 11 solicitudes de antejuicio de mérito tramitadas ante el TSJ, y que no podrán ser ignoradas eternamente, lo más probable es que una gris tarde de estas harán que los bolivarianos de papelillo revivan, y vivan en carne propia, la oscura, amarga y laberíntica frase aquella del Libertador:
–Vámonos, ¡que aquí no nos quieren!

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Periodista. Jefe de Redacción del diario El Impulso, de la ciudad de Barquisimeto, Venezuela