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Una biografía fundamental sobre Julio Herrera y Reissig

14 02 2010

Alberto Acereda

En marzo de 2010 se cumple el centenario de la muerte de Julio Herrera y Reissig (Montevideo, 1875-1910), uno de los grandes poetas del modernismo hispanoamericano. Para esa fecha está prevista la aparición de una biografía que surge de una investigación de cuatro años en la vida, la obra y el ambiente intelectual del poeta de la “Tertulia lunática”.

La biografía, brillantemente narrada, y concebida como un laberinto de voces que se suceden en torno al poeta, promete además presentar al lector una cantidad importante de documentos y fotografías inéditas, y en general revisa y replantea casi completamente la figura y la relevancia de Herrera y Reissig.

Según Aldo Mazzucchelli (profesor del Departmento de Estudios Hispánicos de Brown University, Estados Unidos), que es el autor de esta biografía (La mejor de las fieras humanas: vida de Julio Herrera y Reissig), el factor que quizá pueda organizar mejor la vida y la obra de Herrera y Reissig es el de una porfiada búsqueda de la excelencia, búsqueda que le llevó a extremos de elaboración en su obra (que nunca llegó a publicar en vida), y también a extremos de enfrentamiento con el medio ambiente que le rodeaba, hasta redondear una imagen desafiante pero consistente, incapaz de hacer concesión alguna a lo que consideraba cortedades e hipocresías de ese medio. Al final de uno de sus más duros ensayos de crítica socio-política, el mismo Herrera y Reissig se definía a sí mismo como “la mejor de las fieras humanas”, frase que ha pasado ahora a título de su biografía intelectual.

Herrera y Reissig es el más joven y el último de los “modernistas canónicos”. Su posición personal ­-último miembro de talento excepcional de una familia patricia que había conducido en buena parte al Uruguay durante todo el siglo XIX y que incluye entre sus parientes más o menos directos, como se rastrea en el libro, a cinco presidentes de Uruguay o Argentina- Herrera y Reissig nació en una ciudad bien preparada para el Modernismo debido al relativamente alto nivel de alfabetización y desarrollo de la cultura escrita, la prensa, el comercio de ultramar, etc. Pese a ello Montevideo, ciudad dominada por un estricto positivismo modernizador hasta al menos 1900, se abrió comparativamente tarde al Modernismo. Quizá­ -razona el autor de esta biografía- ese carácter tardío del Modernismo montevideano sea un factor importante en el tono hiperconsciente, barroco e irónico que la atmósfera modernista toma en los textos de Herrera y Reissig, quien está ya de vuelta del movimiento, mirando a sus colegas americanos desde el futuro más que como contemporáneo. A partir de esa premisa, el autor explora en clave de ironía toda la producción, tanto en poesía como en prosa de Herrera y Reissig. Y lo hace especialmente a través de sus ensayos, crónicas y cartas, olvidados o directamente desconocidos por la crítica.

Hay pues en esta biografía, ante todo, una revaloración o aun re-fundación de la figura del poeta, a partir de un examen original de su obra. Y ese examen incluye ahora en lugar muy relevante su prosa, que según Mazzucchelli había sido dejada en general de lado en la construcción de la imagen canónica del poeta. Esta imagen canónica, a la vez que lo había hecho exclusivamente “poeta”, había “sanitizado” su memoria, evitando los aspectos más desafiantes y polémicos de su figura. Esa obra en prosa de Herrera y Reissig que Mazzucchelli viene estudiando hace años, incluye desde desopilantes textos de “crítica social” -Mazzucchelli publicó hace cuatro años la colección completa de sus manuscritos, hasta entonces inéditos sobre el particular [Tratado de la imbecilidad del país por el sistema de Herbert Spencer, Montevideo: Taurus, 2006. Segunda ed. 2007]- a una serie de desconocidas crónicas urbanísticas, rescatadas de originales en oscuros periódicos, y que jamás habían sido reproducidas.

Se incluye en esta biografía también una importante serie de cartas, hasta hoy también inéditas y desconocidas, que el poeta enviara entre 1904 y 1905 desde Buenos Aires a su novia de entonces. En ellas hay interesantes observaciones sobre el ambiente intelectual y político, y sobre la propia obra del poeta. Mazzucchelli estudia además el carácter fuertemente político de la estrategia vital de Herrera, y también el lado anticipatorio de muchas de sus observaciones respecto de persistentes vicios y problemas de la sociedad rioplatense los que, ya al cambiar el siglo, el poeta diagnosticaba.

La narración ilumina además las poco estudiadas relaciones de Herrera y Reissig con el anarquismo, especialmente a través de la doctrina del “Amor libre”, para las que su amigo de los primeros años del siglo, Roberto de las Carreras, sirve de puente. Mazzucchelli ha contactado al único descendiente directo del poeta, que vive en Buenos Aires, y a partir de él ha podido reconstruir una zona completamente silenciada por la crítica hasta ahora: no sólo Herrera y Reissig tuvo una hija natural que resultó una brillante aunque malograda pianista -cosa que era conocida- sino que además ha probado que el poeta vivió en concubinato con su amante, la madre de esa hija. Estos años coinciden con los tiempos en que Herrera abandona la tradición política de sus mayores, y a través del cultivo de un anarquismo desafiante, que incluyó la práctica sistemática de la polémica pública, se cierra completamente un destino político que en otro caso podría haber disfrutado en su ciudad. Cierre que, argumenta Mazzucchelli, fue estructural para el desarrollo de ese punto de vista único respecto de algunos de los problemas de la modernización que él luego desarrollará.

Finalmente, el libro redondea una nueva mirada sobre las relaciones entre Herrera y Reissig y sus contemporáneos, que hicieron parte de la que fue una de las más brillantes generaciones intelectuales del continente americano, y que incluyó a Delmira Agustini, José Enrique Rodó, Horacio Quiroga, Carlos Vaz Ferreira, Florencio Sánchez, Roberto de las Carreras y José Batlle y Ordóñez, para nombrar sólo a los más relevantes. Con todos ellos, directa o indirectamente, tramó Herrera y Reissig vínculos de uno u otro tipo, que esta biografía, polifonía narrativa que va enhebrando las voces de los contemporáneos del poeta, desarrolla y discute en profundidad, armando así un apasionante friso del medio intelectual rioplatense al comenzar el siglo XX.

Alberto Acereda. Arizona State University

Aldo Mazzuchelli. La mejor de las fieras humanas: vida de Julio Herrera y Reissig. Taurus, 2010. 550 p.

A continuación, reproducimos un fragmento de esta interesantísima biografía, fragmento cedido especialmente para Magazine Modernista por el propio autor.

© Aldo Mazzucchelli. Todos los derechos reservados. Se prohibe su reproducción total o parcial por cualquier medio.

[…]

“Lírica autumnal”

Un nuevo tono va tiñiendo ahora los textos “críticos” de Herrera y Reissig, que no cumplen con los preceptos meramente descriptivos o clasificatorios que la literatura crítica del diecinueve desarrolló como filología. No le interesa a Herrera y Reissig describir, analizar, partir, reorganizar, o referir. Sus textos “críticos” son desde el principio de su práctica otra cosa, y el hecho de haberlos clasificado dentro de la crítica contribuye a perjudicar su valoración. Porque, si como textos de crítica positiva o histórica no tienen valor, son en cambio, la mayor parte de ellos, textos que producen un tipo específico de placer literario. En ellos, Herrera y Reissig se ubica a sí mismo en el campo cultural usando otros textos,  al tiempo que ubica o anexa a los autores de esos textos en su lado del campo cultural. Esos escritos cumplen la función de elaborar una zona discursiva en la que los nuevos autores pueden moverse: les crea un paisaje y unos espacios imaginarios que los legitiman. Cuando César Miranda publica, en su primer libro en 1904, un poema sobre paquidermos que se hizo instantáneamente célebre en la ciudad—según un crítico inmisericorde, la gente no paraba de reírse [1]—el contraste entre esa reacción que la mayoría del Montevideo letrado manifestó, y la grandiosa y a la vez llena de gracia operación autorreferencial con que la crítica de Herrera y Reissig lo intenta blindar, dan una idea del tipo de operación imaginaria que estas “críticas” de Herrera y Reissig cumplían, o buscaban cumplir. Son, en realidad, una continuación de su Tratado de la imbecilidad o sus camafeísmos insultivos: buscan pasar en primer lugar un concepto de espacio de producción literaria marcado por la frontera que “celui qui ne comprend pas” nunca atravesará. Ponen un aquí y un allá, decoran ese aquí con la mueblería orgánica del art-nouveau y de la “crítica social”, acercan al poeta al anarquista, lo distinguen del burgués que está satisfecho, en cualquiera de sus versiones, y dejan casi sin considerar los detalles hermenéuticos de la poesía que supuestamente se discute. Finalmente, lo que se agrupa como “crítica” en Herrera y Reissig es, o crítica social, o autobiografía intelectual, pues la referencia de estos textos “críticos” está, fortísima, en el emisor, tanto por su énfasis en el estilo con el que están escritos, como por las directas referencias autobiográficas que elaboran.

Mil novecientos cuatro es el año de publicación de dos de los principales y más largos de estos textos. Confirmando su vocación autoreferencial, ambos se llaman “líricas”. La primera “lírica”, “Lírica autumnal”, está dedicada al nuevo libro de César Miranda, Letanías simbólicas; la segunda, “Lírica invernal”, al primero de Paul Minely, Mujeres flacas. Cumplen con la difusión y propaganda del cenáculo, de su autor y pontífice, y afilian públicamente a la constelación de la “Torre” a los dos autores que firman esos libros. En lugar de hacer crítica “literaria” centrada en los textos, hacen crítica social refiriendo un libro, un objeto que quizá ni se abrirá, a unos presupuestos de ubicación cultural que pueden prescindir de la lectura de esos libros concretos. Ejercitan también, fuertemente, una París ficcional, cuyo efecto inmediato, sin embargo, es la crítica del ambiente intelectual local. Tiene, pues, esa París ficcional, una función mucho más interesante que la de ser un sitio de escape: es un dispositivo de profundización en las cortedades intelectuales y, ahora sí, hermenéuticas de la ciudad sudamericana, la única a la que van dirigidas esas críticas. Ambos son textos de importante extensión, publicados en La Razón, periódico masivo, y en el espacio editorial de la primera página de éste. Se dan ambos en varias entregas sucesivas, recordando el folletín. Textos subdivididos, elaboran ese ejercicio de especialización simbólica de una nueva literatura en capítulos que terminan cumpliendo una especie de parábola narrativa.

“Lírica autumnal”, cuidadosamente pulida por su autor durante seis meses [2], se publica en cuatro entregas sucesivas de mayo de 1904, en La Razón. “Obra pensada en francés y escrita en americano”, subtitula. Los signos del “crítico” apuntan a un espacio de deslinde con la ciudad que, a no olvidarlo, se quiso francesa en su cultura mucho antes que Herrera y Reissig naciese. Francesa es su cultura letrada; francesas son sus telas, sus muebles, sus cortinados, sus carruajes y sus putas; francés es el idioma de la diplomacia y el gobierno. No hay pues, en el gesto parisino de Herrera y Reissig un desafío a una cultura local que hubiera siempre desdeñado a París reivindicando un gauchismo de sainete, sino el uso crítico y juguetón de “París”, ese lugar común, y ampliamente compartido. Ambos, parisinos y anti-parisinos, son parisinos. El centro de gravedad de este texto es, igual que el de toda la obra de Herrera y Reissig—no creo que pueda enfatizarse esto lo suficiente–liquidar falsas distinciones y ridículas idealizaciones etéreas, y exigir, por el exceso y la risa si es preciso, que la práctica artística se ajuste lo más posible a los ideales proclamados: busca mostrar que existe un “lenguaje americano”, que es una forma del castellano diferente de la que cultiva la tradición hispana, y que tiene tonos tomados del francés. Es, en esto, último florecimiento de una de las líneas centrales del programa del modernismo. Al escribir la última parte de esta primera entrega, el “crítico” se da cuenta de golpe que el libro no está escrito en español, sino en americano. La primera comprensión de qué será ese “americano” viene a partir de lo francés.

“UN NUEVO LENGUAJE. EL AMERICANO. Aclamación. ¿En qué idioma estoy leyendo? Todo es suave, espiritual, lijero. Gracia, finura, esbeltez. Perlas, moaré, champagne. Bogan góndolas de nácar y en playas musicales, galope eufónico de centauros, juegos de ninfas ebrias de aurora. Sylvano vierte lágrimas de Iris. Y pasa, pasa virginal teoría. El párrafo laberíntico, la pesada armazón gótica, la redundante hojarasca, el énfasis académico. Rien du tout. (…) Busco afanoso la hinchazón itálica, el ahullido eslavo, el arreo complicado y rechinante de la retórica española, las jotas bárbaras y las intrépidas erres. Todo se mece, todo discretea. Encajes, abanicos, pieles. Minué de lágrimas en brocados persas. Súplica de gemas en estrofas mágicas. Miranda ignora el español? Sin duda, sabe ignorarlo artísticamente. Es más que sabio, lo ha desaprendido. Este es el más noble incienso que hago ondular a su estilo, lleno de matices y de cabrilleos, ágil, nervioso, francés.” [3]

El empleo de los lugares comunes de la diferencia cultural opera como presupuesto para la creación de una cultura propia, nueva. Esa es la síntesis de lo moderno, que a veces se ha llamado, con exceso de especificidad, “modernismo”. Es más bien una de las formas en que la peculiar mezcla de positivismo reasimilado, distancia marítima a Europa, lengua heredada, y talento combinatorio, producen una forma completamente distinta de comprensión del mundo. Herrera y Reissig está dando aquí, en su estilo, la clave profundamente americana del cocktail modernista. No hay en su texto, ni en su actitud, ni una micra de “afrancesamiento”, si esto significa mengua de algo bueno, si significa ignorar lo local a cambio de un exotismo impostado. No hay nada más montevideano que este texto aluvional que se apropia de la entelequia “París” para sus propios fines, como no hay nada más americano que sodomizar a Herbert Spencer con fines de crítica de los excesos en los que el hombre de la ciudad ha incurrido al inventar y exacerbar el gaucho y su gauchismo, orientación que Herrera y Reissig también inaugura en un largo capítulo de su Tratado. Ya se ve que, pese a las superficiales reacomodaciones (usaba motivos ingleses o sajones en su Tratado, ahora está usando motivos franceses), el proyecto intelectual de Herrera y Reissig sigue original y consistente a lo largo de sus diversas etapas. Ahora va a criticar lo que le parecen defectos de cierta retórica hispánica, especialmente de su tardo siglo diecinueve:

“La construcción monolítica, el período caravana que anda leguas y leguas por el papel, jadeando entre los gerundios, el epíteto incoloro, la coyuntura férrea, la pátina de molde, el peñascal de la prosodia arcaica, todo lo ignora este orfebre que ha bebido vino de la viña gala. Sus frases andan a menudos pasos, a pasos esdrújulos, de ilusión, de goma (…) En elegante neo-castellano, que es el francés que adoptará la España cuando escriba en tiempo presente, se alhaja este sensitivo de la suntuosa Ciudad pagana. (…)”

Quien había formulado primero el “americano” es un francés, Remy de Gourmont. Herrera y Reissig lo admite al pasar, y pone su propio ensayo bajo el patrocinio del para entonces patriarca de las letras francesas. Herrera se declara en esa línea, y dice que su criticado “A la enjundia del hispano, y a su avarienta sequedad monótona, a su compostura almidonada, y a su purismo de raya al medio, opone la rosa asiática de los colores, y las mil flechas de oro de la gracia.” Usa Herrera arsenal de referencias lejanas, pero el espacio delimitado es claramente local: “Jóvenes orfebres del Continente, presentad plumas a esta maravilla.” Hay todo un consciente programa intelectual de descolonialización escondido detrás de esta prosa lujuriante:

“La historia dirá un día que en el bloque godo la América ha labrado la escultura ilustre, esa escultura que en umbral de un nuevo siglo de oro para la España señale el renacimiento de su idiosincracia y de sus letras. De ese modo habremos pagado en moneda inmortal nuestra liberación de la Metrópoli, devolviendo al heroísmo las carabelas de la conquista, cargadas de una multitud jónica de verbos y de fastuosas preseas, en una salva de pensamiento avasallador. ¡Paso a un francés más rico y a un castellano más elegante! Moliére en Góngora y Calderón en Verlaine! Un nuevo idioma para un nuevo Continente!”

Sorprende que este texto no se haya tenido en cuenta, como tantos otros, por parte de alguna zona del pensar automático que asignaba a Herrera y Reissig en particular, y a los modernistas en general, poco espíritu americano. El error viene, con seguridad, de uno de los supuestos más extravagantes que lo acuna, esto es, la idea de que un sujeto cualquiera puede ser lo que no es. El travestismo de la identidad es el más difícil de todos, a punto de imposibilidad. Lo que este intelectual está haciendo a comienzos de siglo no es un ejercicio de escape, sino uno de ahondamiento reconcentrado, una crítica de su cultura, desde dentro de ella. Como es natural, lo hace con las categorías de esa misma cultura. En una ciudad letradamente (y amuebladamente) francesa, se pasa siempre por Francia para estarse quieto en el centro de la ciudad. [4]

La estrategia “crítica” de Herrera y Reissig queda abierta en este trabajo del otoño de 1904. Sus “críticas” se sitúan, junto a la poesía, del lado de acá de una práctica cultural que, del lado de allá, tiene a las academias, los críticos científicos de la letra, los sabios “positivistas y bourgeois” que organizan las categorías de consumo general. El Herrera spenceriano, sinónimo de crítico social, de espíritu libre, anárquico y buscador, se separa aquí del burgués “positivista”, término que en el idiolecto de Herrera y de los decadentes ocupa el sitio derogatorio de los filisteos que subordinan toda la vida a su costado práctico.

“Lírica invernal”

Si “Lírica autumnal” es un importante texto anfibio, entre el poema en prosa, la autobiografía y el ensayo teórico, “Lírica invernal” es aún más acabado ejemplo de la maestría que alcanza Herrera y Reissig en ese género extraño. Ambos textos, entre lo mejor que hizo Herrera y Reissig en toda su vida, son además de intensamente originales, y tan lúcidos y llenos de filo como cualquiera de sus mejores poemas, testimonios de una zona de aquel “ambiente intelectual del ‘900” que se ha tratado también de decir desde sus claves de genealogía cultural o filosófica. Estos textos son sus claves estéticas, acumuladas en la capilaridad de la letra.

“Lírica invernal” es un texto andrógino, intensamente sensual, lleno del erotismo doble, hermafrodita, que se extiende y tapiza toda la zona “oscura” de la poesía herreriana. Queer, raro y delicado, aquí aparecen las interpenetraciones entre el crítico y el criticado, y ya maduras, también las mismas “euménides eruptivas”, las mismas “medusas secantes”, las mismas señoritas masculinas y abiertas, flores negras que borbotan en el bitumen de su Tertulia y lo terminan matando, no sin promesa de venganza de ultratumba a cargo del fallecido. El paisaje minelliano es “un gineceo en combustión de sáficas, andróginas, lésbicas, delincuentes, histéricas, epiléptico-erotomaníacas de Alejandría modernizada. Todas crespas, tortuosas, felinas, intoxicadas, plutónicas, desgarrantes, paroxismales, explosivas, hidrófobas, arácnidas en punta que la fiebre come a pedazos y que el instinto encona a látigo”.

La penetración de Herrera y Reissig en la sima de la bipolaridad humana se ramifica en metáforas alucinantes en este texto. “Lírica invernal” comienza, precisamente lírica y autorreferencial de nuevo, con el fragmento de autobiografía ya citada en la segunda parte de esta narración [5]. Dice en ella—declaración sólida y que puede perfectamente tomarse en serio—que la muerte fue su maestra, la que le enseñó a escribir. Luego hace la más bizarra narración de la mezcla entre su enfermedad y su despertar a la literatura del futuro y de la decadencia. Después de esa obertura en donde queda clara la ironía de Herrera respecto al ya establecido discurso que busca prescribirle a la escritura estos o aquellos propósitos únicos (“Es una historia bien tonta: carece de interés social, no tiene tesis…”), declara los comienzos de su prestigio, que le cayeron como del cielo a partir de aquella experiencia límite de la medicina y el humor. Juega al fútbol con la medicina, ironiza con sus inicios de efebo creyente en las musas, y con el de sus amigos. Habla de sus cenáculos, hasta llegar a la Torre, como de cosas ocurridas en tiempos remotos, cuando en realidad está escribendo desde el centro de ellos. Cumple con esa condición de distanciamiento que requiere su personaje, maneja la distancia entre letra y referencia con sabia liberalidad.

“Volvíme literato a pesar mío. Cuestión de azar, de más o menos diente y de línea en la mujer que hallé… Luego mi cura fue una verdadera licencia poética. Y tuve también mi humor, mi loca originalidad —¡no os enojéis!— desde que en las murallas del Aqueronte hube jugado a la pelota con la cabeza del gran Hipócrates-. Todas estas Juliadas, plagios de manicomio o de hospital, me aureolaron en aquellos días de un grupo temerario de locos serios, virginidades precoces de literatura en su rosada pubertad ingenua. Los alacranes de oro del verso picaban ya su encéfalo. Los guiños de Afrodita desvelaban sus corazones. Todos eran imberbes. Todos escribían sus primeros mensajes de amor, sus fiorituras escolásticas, perfumadas con patchouli, a la Señorita Gloria, ruborizándose de poner sus nombres al pie del cándido obsequio. —Maestro—se me llamaba. Y yo casi me lo creía. Tan loco era y tan crédulo. Este fue el origen de la “Torre de los Panoramas” por donde luego saldría el sol de todo lo fino y de todo lo vibrante que hoy saborea el público infeliz…” [6]

A partir de aquí, la crítica se centra no en Minelli, sino en la relación entre el crítico y Minelli. Un viejo graffitti griego, del siglo VI A.C., cuando la escritura era para los hombres una experiencia nueva, equipara el acto de leer a la sodomía pasiva. El que escribe, al obligar al lector a recibirlo, penetra en él a su antojo. Herrera y Reissig hace en esta crítica un ejercicio de ese tipo. En lugar de leer a Minelli, lo escribe. Lo funda, y, literariamente, lo funde. Minelli resentirá toda la vida este aplauso abrumador. Es que es tan talentoso, y a la vez tan imperialista el “gesto” crítico de Herrera y Reissig, que emplea columnas y columnas durante cuatro ediciones consecutivas (igual que había hecho con Miranda) para propagandear Mujeres flacas, que termina revirtiendo la propaganda en sí mismo, y el libro criticado, de estrella pasa insensiblemente a pretexto.

La narrativa de esta pieza “crítica” se organiza en dos partes. Pablo Minelli González, efectivamente, pasó en París una temporada alrededor de 1900 y 1901. Herrera y Reissig recuerda haberlo conocido antes de esa fecha, y haberle prescrito París, como si fuera un médico que receta una medicina. Luego, cuando Minelli vuelve hecho Paul Minelly, Herrera verá en él confirmada la parábola de ir al mundo para volver luego a la ciudad y poder verla con ojos nuevos y más sanos. Él mismo nunca hará esa parábola.

Un juego de materialidades preside y organiza la crítica de Herrera y Reissig sobre Minelli. Es el cuerpo de Minelli, no su texto, lo que le interesa a Herrera. El cuerpo de Minelli es la metáfora organizadora de todo. El texto es mercurial. La figura del dios de los nervios y las comunicaciones todo lo toca, todo lo negocia y todo lo esparce en las astrológicas doce secciones que enhebra la pieza. El cuerpo de Minelli es fino como su arte, este parece ser el puntapié inicial.

“Cierto día en que bajaba las escaleras de mi casa, distraído como de costumbre, creí tropezar con un alambre o cosa así. Alcé la cabeza; no vi nada. Continuando la descensión sentí de nuevo el alambre como una fina brisa de invierno y una voz telefónica que me nombraba. Me detuve supersticiosamente, volví a mirar, palpé… ¡No era un hombre! Era una forma escuálida, indivisible, insustancial, de Pentecostés, aérea; un éxtasis sutil de minarete hipnótico, la más aguda ironía de realismo fantástico que se pueda concebir, un electrón, en fin, que perforó mi espíritu.”

Herrera tiene un sentido afinado para meter en sus textos todo lo contemporáneo, lo último. En la “lírica” anterior, a Miranda, tiene un capítulo en que pone a connubiar a Madame Curie con Petrarca, titulado “El nuevo soneto. Literatura Radium”. Ahora se mete sin conocerlo con Einstein, metaforizando la penetración hermenéutica desde la física de partículas. Genial es la imagen telefónica para describir la voz fina, como esquemática, de ese “alambre” que le parecía Minely. El objeto de su crítica, de su hiperbólico elogio, es el andrógino eterno: “Helo ahí: Pablo Minelli. Un fakircito de cristal, una elegía para muñecas; la última, la más fina y la más griega letra de su apellido infantil.” Juega con la grafía. Pablo Minelli González, el hijo de familia italiana recién acomodada, segunda generación de comerciantes, metido a poeta. Hay cierta transgresión ya ahí para el patricio Herrera Reissig, para cuya tradición la letra naturalmente estaba reservada a las aristocracias, y no sólo del espíritu. Pero Herrera es mucho más complejo que eso. Se ríe de su educación, y manda decir que le importa un bledo todo eso cuando admite que Minelli González se firme Paul Minely; elogia la letra griega del seudónimo, pero sigue escribiéndolo con i latina, italiana y casi de conventillo.

La androginia limita con la anormalidad. Herrera juega. “¿No os habréis equivocado de puerta?—murmuré lastimosamente—, pensando que era a un sanatorio y no a mi casa donde flacura tan espectral, se dirigía, sin tocar el suelo.” Minelli le pide consejo a Herrera en esta narrativa, después de todo, organizada en claras jerarquías. Pero la jerarquía se romperá y se cambiará luego, una vez más mercurial ejercicio de inversiones. Los poetas se unen entonces, espiritual y físicamente. “Eso fue todo. Nos abrazamos; temblando yo de quebrar en un arrebato de misericordia esa hilacha transparente de caramelo (…) Subimos. Nos penetramos un segundo.”

Minelli se le presenta a Herrera todavía al principio como un superdotado para la imitación —otro rasgo mercurial, naturalmente.

“Recitaba como Calvo largas tiradas ercillescas, calderonianas, leoninas. Temblé. Ya no dudaba. Con razón esa delgadez, esa eucarística intangibilidad. Tenía en mi presencia nada menos que un espíritu, contemporáneo de los grandes ingenios del Siglo de Oro. ¿Sería el de Jáuregui, el de Villegas, el de don Juan de Iriarte, el de Cadalso, el de Agustín Montiano y Luyando?”

La erudición hispánica de Herrera es o muy bien fingida o mejor de lo esperable, o ambas cosas.

La androginia despliega ahora otra faz. Hermes Mercurio se ríe de las convenciones categoriales, que él mismo crea y destruye jugueteando. La categoría es la mujer, y ella va y viene, en viaje transatlántico. Tres es el número de Mercurio y tres son los rasgos esenciales del Minelli que Herrera prescribe a los montevideanos, como una receta que llevase su caduceo estampado en un ángulo. Y Hermes es también, en el texto de Herrera, el Hermes Psicopompo, el que va y viene del más allá, y sabe por eso los secretos del futuro:

“Tres rasgos de los que hoy ostentan sus mujeres flacas de nariz retroussé, de mirada de opio y de manos filosas, bastáronme para una “instantánea psicológica” que de este gozador me hice, cuando sus mujeres eran aún gordas, del hogar, virtuosas… legítimas de Montevideo… Predije entonces su manera personalísima, leve como un guante, fugaz como un pañuelo, versátil como un abanico, sensual como un guiño bajo un laurel rosa. Son ellos: travesura, extravagancia, placer.”

“Lo adiviné. Lo perforé. Ese es mi orgullo”, dice el crítico de su ocasional creación, el supuesto criticado. En esa frase llena de agudos lo clava como una mariposa a un tablero y lo hace contingente. “El aguilucho no escapó a mi doble vista de profeta”, lo consagra instantáneamente luego. Minely es y no es, fue promesa y es realidad, pero sólo porque lo bendijo Hermes Psicopompo, que antes de mandarlo de un puntapié a París, le pasa a coordinar una catarata de adjetivos:

“Mefistofelillo rondador de las alcobas incautas; reverente, mímico, audaz, verde pálido, que huele a almizcle y a azufre de molicie y de satanismo, ¿qué no se puede obtener de esta salamandra? pensé, atisbando sus rasgos florentinos, enconados, resueltos, palpitantes, de chicuela monstrua o de envenenador, sus ángulos de chacal impulsivo, su dentadura salvaje de una blancura fulminante que muerde por sugestión el centro de las codicias, sus ojeras como dos chupones bajo unos ojos en satiriasis de histeria, su frente, en fin, hosca, montaraz, insignificante, como esas puertas enanas y secretas por donde los demonios penetraban a media noche en los castillos.”

Herrera se pone a sí mismo como el orientador del joven andrógino, y le da un decálogo, que es el que se prescribió a sí mismo en los tiempos, muy cercanos, en los que fue encontrando su propia voz.

“Le aplaudí sin reservas. Luego le di mi lección que si mal no recuerdo es esta: sois un poeta en perfecta salud retórica. Vuestro talento es demasiado sano. Este es un inconveniente, acaso. No escribáis dramas, por ahora. Haced el vuestro y nada más. Sed perezoso, no os fatiguéis; quemáos con el cigarro, con el amor, con cualquier cosa menos con los libros; la pereza enseña más que las reglas. Cerrad los métodos, abrid las almas. Desaprended en vez de estudiar. Esto equivale a olvidar autores, o lo que es lo mismo, “desautorizarse” y a regirse un yo violento, original, que debe ser lo primero en esta época de servilismo mecánico, de rebaño colectivista y de liturgia universitaria. No descuidéis la higiene de vuestro espíritu. Fumigaos ante los envidiosos y los impotentes… Luego ayudadles a bien morir, con una sonrisa de óleo. Huid de los pedantes como del ajo. Cuando os citen a Haeckel, Marx, Mommsen, Reclus, habladles de polícia o de algún remedio especial para los sabañones…”

El reciente catecúmeno de Eliseo Reclus y los demás genios de la revolución social, que citaba al monismo de Haeckel como su doctrina final, se cuida bien de poner equilibrio y distanciarse también de todo aquello en lo que él mismo cree. La operación mercurial es la de invertir, poner carnaval en el orden de la cultura establecida ya en él, en Herrera. Minelli es el espejo en el que él mismo se cura de cualquier encerrona en una postura acrítica. La receta inmediata es expurgar a Minelli de toda su cultura hispánica y mandarlo a París. “Ya sois poeta: aún no sois artista. Sois niño: precisáis ser hombre. Sois cuerdo: os hace falta locura. (…) Que una joven luna tísica se muera en vuestro jardín.”

Todo termina con la ágil salida de Minelli:

“Pirueteó un saludo mandarinesco, y desapareció rumbo a París, aquel buscapié de goma, que fue dos horas mi discípulo y pudo ser mi maestro.”

La inversión maestro discípulo está concretada ya. En las restantes entregas de “Lírica invernal” está el regreso del viaje y toda la discusión del nuevo “Paul Minely” (a quien Herrera relaciona, dentro de los montevideanos, con “la musa divinamente germánica de Raúl Montero [Bustamante]”) y su libro, que vale bastante.

***

La familia Montevideo reacciona al libro de Minelly y a esta avalancha de artículos como puede entonces, es decir, como una familia asustada que tranca puertas y ventanas e impone correctivos al descarriado. La mamá del vate, señora González de Minelli, en efecto, hizo comprar y quemó, en auto de fé antiparisiense, cuantos ejemplares pudo del libro. Después Minelli, quizá impresionado por el efecto atómico de sus versos en la comunidad de sus mayores —o mejor dicho, por el efecto que hizo la edición imaginaria de esos versos  hecha en los infiernos metafóricos de Herrera, y vertida en el espacio principal de un diario de circulación masiva— se dedicó, después de reincidir en la poesía con un volumen muy bueno, llamado El alma del rapsoda, a la diplomacia, y nunca más se acordó de aquellos tiempos ni tuvo en gran estima la relación entre él y el poeta de la Torre. [7] No es para menos, después del festival de dominio retórico que le aplastó Herrera encima de su primer intento lírico. [8]

Estas críticas muestran, como detalle significativo, que Herrera y Reissig y De las Carreras ya están distanciados para este invierno. Una carta de Herrera a Miranda lo deja saber.[9] Roberto De las Carreras ingresa ahora en competencia directa con Herrera y Reissig, al emular la crítica del otro en un texto propio, también sobre Minelli, también en La Razón, también en el lenguaje del refinamiento. “El ópalo del abshinte (mi egoísmo paterno le reclama esta perla) envuelve con reflejos alucinantes a las Quimeras tristes” cita y se queja Carreras. Es el germen de lo que vendrá luego en abril de 1906, cuando por la disputa de una imagen cansada estallará la polémica entre el ex-dúo de emperadores de la decadencia montevideana.

Notas:

[1] RBP1, 39. Vicente Salaverry destaca que esas “Líricas” de Herrera cumplían además, muy directamente, una función bélica. “Apareció Letanías simbólicas de Pablo de Grecia y Mujeres flacas de Pablo Minelli González, y por todas partes se dibujaban gestos irritados. La Nación bonaerense deploraba tales “extravíos”. Entonces Herrera y Reissig, el pontífice, publicó quince columnas de La Razón—en quince días seguidos—para defender a sus cofrades” Vicente Salaverry, “El Herrera y Reissig de la Torre…” El recuerdo de Salaverry, de todos modos, puede amplificar considerablemente la supuesta espontaneidad de la respuesta herreriana, pues es sabido por su carta a Ylla Moreno de enero de 1904 que Herrera trabajó su “Lírica autumnal” por más de seis meses.

[2] En la carta a Ylla Moreno antes repasada, dice Herrera

[3] Julio Herrera y Reissig, “Lírica autumnal. Letanías simbólicas, por César Miranda”. La Razón, (Montevideo), May. 4, 5, 6, y 7, 1904.

[4] La tercera entrega del ensayo la separará y refundirá Herrera en un ensayo teórico que publica en El Diario Español cuatro años más tarde, sin referencias a Miranda ya, y con el título de “Psicología literaria”, en donde habla de la “palabra himética”, síntesis de su resorte creativo central, la sinestesia, que “designa en sí fenómenos táctiles, olfativos, visuales, de audición y gusto”; rechaza ya en este ensayo de 1904, y lo seguirá rechazando siempre, todo dualismo en la concepción literaria, toda distinción entre forma y fondo, toda pretensión de escindir la literatura en vida y explicación.

[5] Ya citada en su mayoría aquí. Ver Parte III, “La risa del moribundo”.

[6] Julio Herrera y Reissig, “Lírica invernal. Mujeres flacas“, libro de Paul Minelli González. La Razón, (Montevideo), Jun. 30, Jul 1, 2 y 4, 1904.

[7]  RBP1, 37.

[8] Las dedicatorias, los reconocimientos al pontífice Herrera de parte de sus “pajes” cenaculares, en  cierto modo retibuciones por la disposición del mismo Herrera y Reissig a escribir prólogos y pequeños comentarios a todo el mundo, pasaron por entonces a formar parte del paisaje cultural, de tan repetidos. Por ejemplo Carlos López Rocha publica en La Razón un poema llamado “Clair de lune – Origen de una sonata”, “al maestro Julio Herrera y Reissig”. La Razón, julio 7 de 1904, pág 1 col 4 y 5. También alguien de apellido Mata le escribe desde Fray Bentos (ver postal) con subidos elogios a su “Lírica otoñal”  Gálvez (170) recuerda que Herrera mismo tenía conciencia de que su “generosidad literaria llegaba a lo excesivo”. Una vez que Gálvez le pregunta, asombrado por el exceso, acerca de un comentario de Herrera “de tres o cuatro columnas en que hacía elogios” de un joven poeta “que había publicado un libro de medianos valores”, Herrera le responde “Es un macaneadorcito. Pero es buen amigo, me quiere mucho”.

[9] Ya para este invierno se ha desatado la enemistad entre Herrera y Reissig y De las Carreras. Dice Herrera [carta a César Miranda (Montevideo), Jul. 7, 1904]: “Lo espero luego, querido César — Tenemos mucho que hablar de la guerra que están haciendo al Cenáculo los Armanditos y los Robertitos” [es decir, Armando Vasseur y Roberto de las Carreras, ya amigos entre sí para entonces] “a los cuales reviento en una carta de ironías que publicaré mañana, contestando a una crítica de Vasseur a Minelli en que el Hermafrodita me trata de retórico, megalómano, etc., etc.” Esos días, De las Carreras le envía carta a Montagne, dando cuenta de su crítica a Minely, y el pobre juicio que le merece el discípulo de Herrera y Reissig. “Le envío una critiquilla sobre un poeta de aquí, el disfraz de un parisien libertino. Es sabido que los niños juegan con todas las cosas… Le ruego se apersone a Bernárdez —a quien le rogará lo reproduzca en el diario anunciando al mismo tiempo mi Salmo, sin detalles de la impresión por supuesto. Notará Vd. la ironía que mi crítica ha merecido a los maffiosos de La Razón mortificados por tanto alarde de exquisitez. Han fingido un error tipográfico…” [Carta Roberto de las Carreras a Edmundo Montagne (Montevideo) sf., corresponde a ese invierno de 1904, Colección Particular De las Carreras del Departamento de Investigaciones y Archivo Documental Literario de la Biblioteca Nacional, Montevideo, Uruguay.]

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