Shrek: Ajuste de cuentas

Una vez más, el cine de animación vuelve a ganarle la partida al convencional, y lo hace, precisamente, renunciando o, como en este caso, combatiendo los convencionalismos y recursos más trillados, rompiendo esquemas.

Shrek parte de la estructura tradicional del cuento de hadas, príncipes, princesas, dragones y ogros, para, uno por uno, ir desmontando los principios no escritos de la narración clásica, y dotar a sus personajes y a su argumento de una frescura sin precedentes. Shrek es un ogro misántropo, cuya solitaria vida se ve truncada con la masiva llegada de conocidos personajes de la literatura infantil (Pinocho, Cenicienta, los tres cerditos, Blancanieves y los siete enanitos, etc.), que han sido expulsados de un idílico reino, gobernado por un cruel y caricaturesco príncipe, deseoso de contraer matrimonio con una princesa, portadora de un terrible secreto vespertino, que se encuentra prisionera en la guarida de un lastimoso dragón. El malvado príncipe promete a Shrek que permitirá el regreso de tan molesta compañía, a cambio de que éste rescate a la princesa y se la entregue. En su hazaña contará con la inesperada ayuda de un asno parlanchín, que provocaría dolor de cabeza al mismísimo Sancho Panza.

Durante la aventura, asistiremos atónitos a un festival de absurdas situaciones (en especial, los «numeritos» musicales), escatología, peleas inverosímiles (al más puro estilo Matrix), hasta llegar a un curioso «happy end». Todo ello, aderezado estéticamente con los últimos avances en animación por computadora, aunque sin pretender llegar a los excesos hiperrealistas de la inminente Final Fantasy, puesto que había que preservar en todo momento la atmósfera de cuento infantil. Al fin y al cabo, la gran revolución del film se encuentra más en su contenido que en su continente. En su desparpajo, su frescura y su mala uva (sin alcanzar el grado de sarcasmo de South Park) se encuentra, pues, su gran baza, que hacen de Shrek, no sólo un claro favorito a los próximos «oscars» (y si no, al tiempo), sino que la convierten, indiscutiblemente, en el ejemplo a seguir por posteriores producciones animadas y no animadas, y una clara demostración de que la Disney ya no esta sola, para nuestro bien.

Tigre y Dragón: desafiando a la gravedad

Si sorprendente es ya, de por sí, que una película de artes marciales rebase la barrera del mero culto, si a eso le añadimos que el film está rodado en mandarín y que apenas se han distribuido copias en versión doblada, debemos concluir que estamos ante uno de los fenómenos cinematográficos más singulares de los últimos años.

Pero ¿cuál es el secreto de Tigre y Dragón y qué ingredientes contiene que la hacen tan especial?. Podrían apuntarse, en principio, tres factores: un increíble diseño de producción, más cercano a los parámetros de Hollywood de lo que cabe esperar en este tipo de películas. En segundo lugar, la solvencia de un director como , capaz de sacar el máximo partido a cualquier historia, en cualquier contexto, de cualquier género, como ha demostrado en su todavía corta, pero productiva carrera, y que, para colmo, en esta ocasión se mueve en un ambiente propicio: la legendaria China medieval.

Sin embargo, hay un tercer factor, quizás el más importante: la universalidad de su argumento, en el que se combinan romanticismo, misticismo, espectacularidad (asombrosas las escenas de lucha, especialmente la que transcurre sobre una rama de bambú) y algo importante en los tiempos que corren: dos personajes femeninos de rompe y rasga, complejos, ambiguos y fuertes, verdaderos motores de la historia, más cercana a Sentido y Sensibilidad que al cine de palo y tentetieso de los y compañía, en el que las mujeres apenas juegan un papel relevante.

Ang Lee rompe, pues, con el tópico machismo con el que se representa a la cultura oriental, mucho más avanzada de lo que los ignorantes occidentales creemos (hay están los Miyazaki, Mizoguchi, o , como ilustres ejemplos) y reivindica, de paso, una concepción global del cine, entendida como un intercambio cultural, no como un mero colonialismo impuesto por la poderosa industria de Hollywood. Un ejemplo que, a mi juicio, debe cundir también en el cine europeo. Como muy bien ha dicho el productor , hay que dejar de llorar y empezar a mover el culo.

Memento: Crónica de una muerte anunciada

Más que agradable sorpresa la de este film, revelación del Festival de Sitges 2000, un thriller que, pese a tratar un clásico argumento de venganza, con el inevitable ingrediente de la mujer fatal, está contado de una forma original: del revés, o sea, anteponiendo, a través de los distintos segmentos en que se divide, los efectos a las causas, y con la particularidad de la extraña amnesia del protagonista, capaz de recordar episodios de su vida anteriores a la muerte de su esposa, a quien trata de vengar, pero que pierde su memoria presente cada quince minutos, lo que le obliga a recoger datos a partir de fotos y notas escritas (algunas, tatuadas en su cuerpo) de forma metódica, con el único objetivo, convertido en causa existencial, de encontrar al supuesto violador y asesino de aquella.

La constante irrupción de un personaje inquietante, un tal Teddy, de quien desconocemos sus motivaciones personales, la confusa aparición en escena de la chica (magnífica ), los flash-backs relacionados con un caso, similar al del protagonista, y que este investigó cuando trabajaba para una agencia de seguros, conforman un cuadro de situaciones y personajes de gran complejidad (en ciertos momentos, quizás, demasiada) tan pretencioso como, a la postre, bien resuelto con un maquiavélico giro en la trama, con el que el realizador y guionista desvela la última pieza de un puzzle, hasta ese momento, indescifrable, aunque sin caer en el mero golpe de efecto, como ocurre, por ejemplo en El Sexto Sentido o en Sospechosos Habituales.

En definitiva, un film inteligente, que fuerza al espectador a pensar, y que, de haber contado con verdaderas estrellas en su reparto ( es un sensacional actor, pero carece del caché de un y mucho menos de un ), seguramente, a estas alturas, se estaría hablando de ella como una firme candidata a alguno de esos preciados galardones que se entregan estos días. Lástima, pues esta película, así como su creador, no deberían pasar desapercibidos.

Evasión en la granja: ¿A quién llamas gallina?

Siguiendo la estela de , pero recurriendo a la clásica animación con plastilina (y látex) desarrollada con la técnica, tan antigua como el cine mismo, del «stop-motion», y , multipremiados creadores de la factoría británica Aardman, en especial, de sus dos criaturas más entrañables: Wallace y Gromit, han abordado uno de los trabajos más ambiciosos y espectaculares de los últimos años. Un film sobre gallinas que bebe de las fuentes de grandes clásicos del cine bélico, subgénero de evasiones, que tiene a La Gran Evasión como auténtico «alma mater», pero que es un compendio de sabiduría cinematográfica, que abarca desde , con sus impactantes «travellings» y contrapicados, hasta guiños hacia éxitos más o menos recientes (En Busca del Arca Perdida, E.T. e incluso Bichos), pero apostando, tal vez demasiado, por un tono abiertamente infantil, en comparación con sus laureados cortos.

Evasión en la Granja se ve con simpatía, si se hace desde la ingenuidad, entendiéndola en el buen sentido. No cabe esperar, por tanto, momentos realmente originales o una profundidad manifiesta en la descripción de los personajes, sino que el espectador ha de dejarse arrastrar por la tremenda potencia visual y expresiva que nos ofrece los animadores o por la eficacia de la historia, pese a lo trillado del guión. Por descontado, el film no logra la brillantez de Wallace y Gromit, pero si lo comparamos con el común de los estrenos y tenemos en cuenta que su duración hizo mucho más complicada su gestación, no cabe duda de que debemos incluirlo en el selecto grupo de las obras maestras, que, sin embargo, no es sino un aviso, un anticipo de lo que sus creadores pueden lograr en adelante, con argumentos más adultos.

Por último señalar que el elemento esencial del film es, a mi juicio, la confrontación entre dos maneras de ser tan diferentes y, en el fondo, tan parecidas, como la británica y la estadounidense, un componente que queda desdibujado irremediablemente en la versión doblada (pese a la presencia de dúo en el mismo), en la que se pierde el placer de disfrutar, por ejemplo, de la personal voz que pone al personaje de Rocky, el gallo protagonista. La ausencia de copias en versión original de películas de animación (algo parecido ha sucedido con South Park) sigue siendo un difícil handicap para quienes disfrutamos del cine sin complejos.

La princesa Mononoke: El viaje del héroe

Con injustificado retraso ha llegado a nuestras pantallas una de las obras fundamentales de la animación nipona, una fábula ecologista y épica de profundo calado ético, que vista sin los prejuicios del espectador occidental, demasiado acostumbrado a producciones que fomentan la estulticia e idiotez infantil con propósito meramente comercial, ha de ser considerada como una de las creaciones cinematográficas más sobresalientes de este fin de siglo; una película que es un canto decidido a favor del equilibrio entre la naturaleza y el ser humano como parte sustancial e inherente de la misma, construida a partir de pretextos argumental clásicos, como son el amor y el viaje del héroe, metáfora de un viaje interior tan complejo y fascinante como la aventura que describe.

Su creador, el maestro , autor de obras capitales de joyas de la animación, como Porco Rosso, y gran admirador de , de quien ha adquirido su gusto por la composición de planos, su pasión por las miradas y los espacios abiertos y su preferencia por los personajes de trazo moral complejo (en especial, los femeninos, a los cuales el director dota de una fortaleza y un coraje insólitos, más teniendo en cuenta la cultura de la que proviene, tal vez, injustamente asociada a estereotipos machistas), es capaz lo mismo de apabullarnos con secuencias espectaculares, con un ritmo y una estética fuera de lo común (sobre todo en lo que se refiere a las escenas de batalla y al diseño de paisajes y criaturas) como de asombrarnos al lograr el difícil milagro del sobreentendido, recurriendo simplemente a imágenes fijas y a silencios, paradójicamente, llenos de expresividad.

Es en ese uso portentoso de los sobreentendidos donde Miyazaki logra su mejor baza frente a la superficial exhibición tecnológica de la producciones Disney (salvo contadas excepciones, como la magistral saga de Toy Story), y que, aun echando en falta una mayor ambigüedad de personaje principal, quizás, demasiado volcado hacia el retrato heroico, y un metraje algo más corto (fallos perfectamente comprensibles desde la perspectiva épica que se le ha querido dar al argumento), convierten a La Princesa Mononoke en un claro referente, un ejemplo a seguir por las nuevas generaciones de animadores y, en general, por todos los presentes y futuros forjadores de ese arte llamado Cine. De hecho, su influencia ya se hace patente en el último fragmento del espectáculo Fantasía 2000.